Ella ha aprendido estrategias de márketing a marchas forzadas; reservar las escasas mesas de la terraza para los clientes más fieles, cambiar sillas y lámparas para hacer el espacio más atractivo e incluso apremiar con delicadeza a los clientes del café eterno , los de escaso consumo y exceso de permanencia. Pero nada de eso es suficiente para mitigar una crisis de la que se habla en futuro y que para el restaurante familiar ya es presente. La ley de Murphy, siempre al acecho, hace de las suyas: pocos clientes, poco consumo y demasiados gastos acumulados. «Mi» bar --no eres del barrio hasta que no lo sientes como tuyo-- intenta hacer equilibrios imposibles para salvar el negocio, y con él, a la familia. Necesitan nuestra solidaridad en forma de consumiciones; también necesitan turistas ávidos de sangría, pero escasean. No hay restaurante que sobreviva sin turistas, no en el centro de las grandes ciudades.

A escasos metros, «mi» florista coloca una pizarra a primera hora de la mañana con el santoral y las flores recomendadas del día. Desde que volvió a abrir, me ronda decirle que ya nadie celebra las onomásticas, pero siempre me arrepiento a tiempo, que no las celebre yo no quiere decir que sea una costumbre en desuso. Me muerdo la lengua mientras sigo pensando la fórmula para que vuelva a vender muchos ramos, como antes.

Observo que la gente sigue parando ante el escaparate, hay cosas que no cambian: la belleza siempre atrapa. A última hora de la tarde me entristece ver en el mismo sitio la pizarra y las flores. H

*Periodista