La lectura es segura. Los que son más bien inseguros somos los escritores. De hecho, si hay una actividad segura, al menos para el físico, es la de ponerse delante de un libro y empezar a pasar páginas. Es cierto que una vez, tras días inmerso en la lectura de las casi mil páginas de Los Buddenbrook , tan absorto en las peripecias familiares que me olvidaba de cambiar el tocho de mano, padecí un amago de sinovitis en la muñeca (gracias, Thomas Mann , te debo una). También lo es la historia de Plinio el Viejo , el sabio romano del siglo I, que la palmó cuando erupcionó el Vesubio por no poder ni huir a la carrera. Cuando el volcán empezó a escupir lava, llevaba casi 30 años sin caminar porque no había parado de leer ni un minuto (para no perder tiempo de lectura se hacía portear en litera o silla de manos en los trayectos), así que no estaba muy en forma.

Aun así, en líneas generales, la lectura no es un deporte de riesgo, ni siquiera en tiempos de pandemia. Es, de hecho, la única forma segura de viajar a otros espacios y a otros tiempos. De explorar la belleza, la euforia y la inteligencia en un entorno afeado, triste y, sobre todo, idiota. De hacerlo de forma low cost .

Es seguro, incluso, hacerse con libros siguiendo cierto orden. Evitar las aglomeraciones cuando se compra un libro es parecido a ahorrártelas en cualquier otro lugar, como en un tren: escoger la primera hora, o la de la siesta, y tener preferencia por esos días que no son fechas señaladas. En otras palabras, comprar en días como el 23 en las librerías, sí, pero, digo más, hacerlo también el día siguiente. Y el otro. Y el otro.

Comprar un libro es casi, casi, tan seguro como leerlo, aunque para lo primero haga falta una mascarilla y para lo segundo, no. Eso cualquier libro nos lo confirmaría. Veamos qué tiene que decir Oscar Wilde : «Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad». Dale una mascarilla y, si se la pone, será un buen lector y honesto, de todo lo que está pasando. H

*Escritor