Estas últimas semanas, aquí, en estas mismas páginas, desde el mayor respeto a todas las opciones y sin alharacas ni aspavientos, hemos ido contestando y aclarando ( aufklärung ) las críticas que desde la derecha se hacen a la nueva ley de educación, (Lomloe), también conocida como ley Celaá , nombre de la ministra de Educación que la ha llevado adelante.

Todas las opciones políticas en teoría defienden el pluralismo político y la diversidad ideológica, pero después, cuando ese pluralismo se expresa o toma forma legal, se rasgan las vestiduras y sobreactúan como si el Apocalipsis de San Juan, con Armagedón incluido, estuviera llamado a la puerta.

Un poquito de calma y de debate reposado y tranquilo no haría mal a nadie. Entendemos perfectamente que desde posiciones políticas conservadoras se defienda la religión en la enseñanza, los centros concertados, la preponderancia del castellano como lengua estatal, etc, etc, todo impregnado de un cierto elitismo pedagógico y una cierta visión de la educación como carrera de obstáculos, trasunto quizá del darwinismo social que, oculto pero presente, informa muchos de sus posicionamientos. Es normal y por eso hay diferencias ideológicas. Pero en el lógico debate lo que no se puede es mentir. La Lomloe ni acaba con la religión en la escuela, ni con la enseñanza concertada; los alumnos continuaran aprendiendo castellano en las aulas y los centros de educación especial no van a desaparecer.

«Hubiera sido mejor que la ley de educación fuera fruto del consenso». Claro, por supuesto, sin duda. Pero vista la voluntad de diálogo de la oposición, eso no podía ser justificación para una prolongación sine die de la ley Wert , que en su día se aprobó única y exclusivamente con los votos a favor del Partido Popular y que, además, no fue consensuada ni con los partidos políticos, ni con las entidades sociales. Por otro lado, causa cierto rubor y vergüenza ajena que la formación política de la derecha hable de la necesidad de un pacto educativo. Una vez más conviene recordar y hacer memoria.

Efectivamente, en nuestro país ha habido ocho leyes generales de educación desde la instauración de la democracia, una barbaridad; pero en 2010, siendo ministro de Educación Ángel Gabilondo , sí que se llegó al gran PACTO POLÍTICO Y SOCIAL POR LA EDUCACIÓN. Era la primera vez en nuestra democracia. El pacto reunía doce objetivos orientados a mejorar el rendimiento escolar, reforzar la formación profesional y dar mayor autonomía a los centros. Se consensuó un documento entre el ministro Gabilondo y la responsable de educación del Partido Popular en ese momento, María Dolores de Cospedal , con el beneplácito de fuerzas y colectivos sociales.

Se lograba una estabilidad normativa y un compromiso de financiación duradero, al menos para una década. El entonces ministro socialista lo definió como «un pacto acordado pero no firmado». Y no se firmó porque a última hora el Partido Popular vio claro que el gobierno Zapatero estaba en caída libre por la crisis económica, que las elecciones estaban próximas y su triunfo asegurado. Y así sucedió. El 20 de noviembre de 2011 hubo elecciones generales y el Partido Popular consiguió una aplastante mayoría absoluta. Razones políticas espúreas malbarataron el pacto educativo ya logrado.

Y, por supuesto, la ley Celaá defiende la libertad, pero la libertad de todos, no de unos pocos o de unos privilegiados. Lejos de cercenar, amplía la libertad de opción para que en los centros sostenidos con fondos públicos tengan todos los ciudadanos las mismas posibilidades de elegir, con unos criterios de admisión, abiertos y objetivables para todos. No se asusten, pese a la fuerte campaña mediática en su contra, la ley no es tan mala y vista de cerca, resultará hasta positiva. H

*Presidente de la Diputación