El infausto año 2020 ha quedado, por fin, atrás. No podíamos imaginar hace once meses que íbamos a vivir semejante pesadilla. En su despedida nos deja a los ciudadanos europeos inmersos en un mar de incertidumbres y miedos, con muchos frentes abiertos, a la vez, sobre cómo encarar el porvenir. El principal se refiere a cuándo y cómo se superará la epidemia, si finalmente con la vacunación colectiva se alcanzará el final del oscuro túnel en que nos hallamos. Pero no es la única grave preocupación que acecha. Lo es la demora en la llegada de los fondos de reconstrucción a causa de las zancadillas de los gobernantes húngaros, polacos y eslovenos que, unidos por su populismo ultraderechista y anti europeísta, juegan una peligrosa partida de boicot al proyecto común de los europeos, fundado en los valores democráticos y del Estado de Derecho.

También es de capital importancia para el futuro inmediato de Europa el desarrollo del Pacto Verde Europeo, encaminado a combatir el calentamiento global y la drástica reducción de la contaminación en los próximos tres decenios con una importante asignación de fondos y un reposicionamiento de la Unión Europea basada en el desarrollo de tecnologías limpias y energías renovables. Por no hablar de la búsqueda de una solución duradera del problema, crónico, de la inmigración. O del brexit.

Ante la acumulación de problemas e impelidos a tomar decisiones transcendentes, los gobernantes europeos dan, con frecuencia, muestras de desorientación, cuando no de crecientes disidencias, o enfrentamientos entre países del norte y del sur del Continente. Pareciera que necesitasen, ante la oscuridad del panorama actual, su propia Estrella Polar que les ayude en la búsqueda de la ruta adecuada, como hacían los antiguos navegantes para determinar el rumbo y la latitud en la noche. ¿Cómo proteger la salud sin hundir la economía? ¿Dónde situar las prioridades políticas ante las incertidumbres actuales? En síntesis, ¿qué ha de primar: crecer o repartir?

En el año 2000, Javier Tusell me pidió que escribiese el capítulo sobre Política Educativa de un libro coordinado por él y titulado El Gobierno de Aznar. Balance de una gestión 1996-2000, publicado por la Editorial Crítica. La presentación de la obra tuvo lugar en el Hotel Palace de Madrid, y corrió a cargo de Felipe González y Javier Pradera. Tras el acto, fui invitado por Javier Tusell a una cena junto a los dos presentadores, González y Pradera, y un par más de comensales cuyo nombre no recuerdo. Una parte muy importante de la animada charla que acompañó la comida que degustamos, la orientó el que fuera presidente del Gobierno a reflexionar sobre si primero debía ser el crecimiento económico y posteriormente la redistribución, o tenían que ser simultáneas. González se inclinaba con claridad por la primera opción.

Permítame el lector mostrar mi visión de esa cuestión. Lo haré partiendo de dos ejemplos opuestos: la respuesta europea a la crisis financiera de 2008 y la reforma agraria que impulsó la Segunda República española en 1932.

En la memoria colectiva perdura, con gran viveza, el recuerdo de las políticas de austeridad impuestas por el ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble, para superar aquella crisis. Ahora conocemos bien las consecuencias de tales medidas económicas para afrontar las dificultades anteponiendo el crecimiento. Lo hicieron en detrimento de cualquier iniciativa destinada a la redistribución solidaria, y causando mucho sufrimiento a los países y ciudadanos con menos recursos. Según Eurostat, el porcentaje de la población en riesgo de pobreza extrema o de exclusión social creció en España de un valor inferior al 25% a uno cercano al 30% entre 2008 y 2012, y el total de los ingresos del 20% con los salarios más altos que era 5,5 veces mayor que el 20% que cobraban los más bajos en 2008 aumentó al 6,5 en 2012, el valor más desigual de la Europa occidental. Por no hablar del recorte de las pensiones en Grecia del 40%. Aquella política fue el paradigma extremo de la primacía excluyente del crecimiento sobre la redistribución.

Una sensibilidad política diametralmente opuesta fue la que impulsó la reforma agraria en la España republicana de 1932. Los gobernantes republicanos pretendieron erradicar la enorme desigualdad del campo español debida, sobre todo, a los latifundios de las zonas meridionales que se hallaban en manos de unos pocos miles de familias mientras millones de jornaleros no poseían tierra alguna y soportaban vidas llenas de penurias. Su prioridad política fue primar la redistribución antes que otras consideraciones económicas. Antonio Machado sintetizó con su lucidez inigualable la razón de aquel tipo de decisiones políticas cuando, en 1937, escribió que «unos cuantos hombres honrados (…), obedientes a la voluntad progresiva de la nación, tuvieron la insólita y genial idea de legislar atenidos a normas estrictamente morales, de gobernar en el sentido esencial de la historia, que es el del porvenir». Tampoco, como ocurrió en la Unión Europea a partir de 2008 con el modelo impuesto desde Alemania, las consecuencias fueron satisfactorias. Acaso se debiese a aquello que decía Maquiavelo, en 'El Príncipe', de que «el innovador se transforma en el enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no atrae sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas».

Entonces, ¿qué ha de primar, el crecimiento o la redistribución?, ¿cuál es la buena solución para mí? No la que más me guste, que es la segunda, sino la que sea viable en el mundo que vivimos. Si se abandona la vehemencia de los años juveniles, en los que se suele creer en las bondades de las posiciones revolucionarias, la opción no puede ser otra que la reformista, de los pasos paulatinos pero irreversibles. El equilibrio entre las dos opciones, pero con condiciones. La fundamental: que no siga creciendo la desigualdad entre los que tienen más y los más desfavorecidos, que se revierta la tendencia del último decenio. Soluciones justas, en suma, para la subida del salario mínimo, aunque sea ahora forzosamente reducida, y para las ayudas al mantenimiento de las pequeñas empresas, siempre que se derive un beneficio público de su quehacer y no sea una actividad especulativa.

*Rector honorario de la Universitat Jaume I