En la Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, el día 2 de febrero, celebramos también la Jornada mundial de la vida consagrada. Las monjas y los monjes, los religiosos y religiosas de vida activa y otros muchos que viven en medio del mundo se han consagrado a Dios siguiendo las huellas de Cristo obediente, pobre y casto, para ponerse al servicio de la Iglesia y de todos los hombres. Ellos son ser testigos de fraternidad en un mundo herido.

Es una realidad constatable en todos los pueblos y en todas las etapas de la historia, que el mundo está herido. El hambre, la indigencia, la guerra, la persecución o la explotación no son cosa del pasado: siguen teniendo rostro concreto en tantos que están apaleados al borde de los caminos. A estos rostros se unen hoy los afectados por la pandemia del covid-19, las víctimas de la degradación del planeta y de las catástrofes naturales, los inmigrantes, los refugiados y los que llegan en pateras; las familias rotas; las personas abusadas y violentadas en su dignidad humana; las nuevas generaciones y los parados de todas las edades, y un sinfín de seres humanos que sufren a nuestro lado.

Por su consagración a Dios, los consagrados son en medio de este mundo herido, signo visible de la llamada perenne de Jesucristo a sentirse hermanos de un mismo Padre y a construir la fraternidad universal. Ellos muestran día a día con su oración, su presencia y su compromiso la cercanía de Dios Padre para con cada ser humano. Y todo ello lo hacen siguiendo el ejemplo del buen samaritano: se acercan, curan y atienden a los heridos por la vida.

Demos gracias a Dios por los consagrados. Pidamos a Dios por todos ellos para que sean fieles a su consagración y nos remitan constantemente a Jesucristo, el Buen Samaritano. Él nos dice «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10, 35): ten compasión con el hermano herido al borde del camino, acércate, venda sus heridas, y cuida de él. Así serás signo eficaz de fraternidad. H

*Obispo de Segorbe-Castellón