La pandemia ha cambiado el guión del mundo. Es como si alguien o algo hubiese vuelto a repartir las cartas. Aunque siempre hay filibusteros y malandrines que salen ganando --incluso en las peores tragedias--, el común de los mortales reiniciará el juego con peores bazas. A veces perder es volver a comprobar que te quedas donde estabas, como realmente eras en tu peor versión. En España arrastramos un alma mutilada durante siglos. A poco que rasques surgen las dos Españas. Solo en momentos excepcionales esta dislocada realidad adopta el letargo como cloroformo y caminamos sin lastimarnos. Pero somos ese grabado de Goya en el que dos compatriotas, estacados en el suelo fangoso, se fustigan hasta caer exhaustos.

Uno de nuestros clásicos señalaba que los humanos necesitaban una tragedia para sentirse hermanos. Ni siquiera en la pandemia más terrible lo hemos logrado. No hay manera de forjar una conjura colectiva de país que marque las coordenadas de salida y de remontada económica, social y emocional desde el agujero en el que estamos. Menos mal que Europa insufla una cierta sensación de futuro.

El deporte nacional no es el fútbol. En el fútbol se juega en equipo, se desata la alegría con las victorias, se funden en abrazos con los goles. Se lamentan y lloran las derrotas en mediáticos rituales corales pero el duelo dura hasta el siguiente partido (actualmente unos 3 ó 7 días como mucho). Puede haber rivalidad con el adversario -y reconozcamos que excesos insanos- pero quienes visten la misma camiseta son parte de un mismo sentimiento, una sola causa común. Pocas bromas.

No, el fútbol no es nuestro deporte nacional. El nuestro ni siquiera se parece al boxeo, donde hay reglas y, como en todas las disciplinas federadas, un cierto código de honor. Nuestro deporte nacional es indefinido. Se parece al boxeo en lo de golpear pero poco más.

Llevamos más de un año conviviendo con esta pandemia global y creo que somos el país del mundo con más desencuentros políticos y sociales desde entonces. Es como si fuese genéticamente imposible compartir nada. Cualquier asomo de conciliación es arte efímero. La unidad, una quimera. Nadie en su sano juicio llevaría a sus hijos o alumnos a una sesión de nuestros parlamentos en los días en los que toca abordar los grandes temas del país. El grado de desafección que podría alcanzarse sería irreversible. No merecería la pena. Lamentable, porque se supone que la política, la verdadera política, sigue siendo el último dique de contención contra la barbarie y la irrupción del paso de ganso de origen prusiano.

Esto pasará, como todo en la vida. Tiempo tendremos para contar nuestros muertos y nuestras pérdidas. Pero cuando el día de mañana pensemos en este larguísimo año de nuestras vidas, recordaremos con vergüenza el comportamiento que, salvo excepciones, adoptamos. Tampoco es una historia de buenos y malos. Sería demasiado fácil, superficial y demagogo resumirlo así. Simplemente es nuestra historia. H

*Doctor en Filosofía