El botijo me ha caído simpático desde mi infancia, en que presidía el centro de la mesa en la alquería que tenían mis abuelos, tras de la Basílica (entonces solo era ermitorio) del Lledó. Las paredes de arcilla panzuda no podían conservar agua más fresca. No hacía falta una nevera, que tampoco teníamos, para refrigerarla. Allí de la mano de mi tío Antonio, labrador de estirpe, aprendí a beber al gallete y a reverenciar aquella vasija, de la que se decía que no había otra que tuviera un mecanismo más simple.

Curiosamente esa alcarraza (palabra a la que le puso música Obradors) se ha puesto de moda en estos tiempos de pandemia. El pueblo alicantino de Agost lo reivindica, con ferviente entusiasmo de tradición popular paisana. Pero lo más chocante es que las universidades lo habían llevado, ya hace quince años, a sus tesis doctorales, con ecuaciones diferenciales, integrales y derivadas, tal vez porque pensaron que su mecanismo no era tan simple como refiere el dicho popular.

Los profesores de química Gabriel Pinto y José Ignacio Zubizarreta, pertenecientes a la Universidad Politécnica de Madrid, se pusieron a estudiar la razón por la que el cantarillo barrigón enfriaba el agua, es decir que no solo la conservaba fresca si no que la hacía bajar de temperatura. Los experimentos de termodinámica, demostraron que así era y pudieron medir el tanto por ciento de refrigeración. Ni que decir tiene que el resultado interesó a todos los centros de investigación y estudios superiores del planeta, tanto es así que los tratados se publicaron en la prestigiosa revista estadounidense Chemical Engineering Education. Nada, nada, habrá que cambiar el refrán.

Cronista oficial de Castelló