--Es una vergüenza que no hayan pedido medidas cautelares al presentar el recurso ante la Audiencia Nacional. Eso no sirve de nada… ¡pero yo estoy hasta los cojones! El día 25 me marcho.

--Pero, ¿a dónde irás? Si no se puede salir de Madrid.

--A Andorra, a esquiar; que este año apenas hemos tocado la nieve.

Esta conversación se produjo antes de que Madrid se sumara --a la fuerza-- a los cierres perimetrales propuestos por Sanidad para el puente de San José y Semana Santa y apoyados por el resto de comunidades. El auditorio de la bravuconada era un grupo de padres que esperábamos para recoger a los niños tras su entrenamiento de fútbol. Y la verdad es que ninguno de los presentes le pedimos explicaciones al orgulloso disidente. Nos conformamos con el incómodo silencio que suele rodear los exabruptos públicos o las meteduras de pata.

Pero sé qué hicimos mal, yo el primero. Porque si el aguerrido esquiador había decidido saltarse la norma y darse un homenaje en la tierra adoptiva de El Rubius, a los demás nos estaba convirtiendo automáticamente en gilipollas. Donde emerge un listo tiene que haber tontos, eso es como la ley de la gravedad. Aunque tampoco nos engañemos: el panorama general no es el más adecuado para jugar en equipo. Normas contradictorias, a veces incomprensibles, discursos políticos que equiparan las restricciones de movimientos con medidas dictatoriales, irritantes retrasos en la campaña de vacunación, fatiga general y un montón de gente que se va quedando por el camino. O muertos, o confinados, o en el paro. No parece, pues, el mejor paisaje para cantar juntos el Resistiré. Pero precisamente cuando arrecian las dificultades es cuando más fuerte hay que tocar a rebato para no ignorar el civismo. No hay excusas. Por eso me arrepiento de no haberle dicho al prófugo madrileño que el gilipollas era él. Y los que actúan como él, incluidos los pasajeros del autocar que llevaba esquiadores clandestinos a Port del Compte. La estupidez no tiene fronteras.

Periodista