Lo vimos en la pantalla de televisión: tenía el rostro congestionado de tanto llorar, hipando mientras hablaba. Encontró a un agente de patrulla fronteriza y le espetó: «¿Me puede ayudar?» El niño que, implorante, preguntaba tenía 10 años, estaba exhausto de tanto caminar por el desierto, procedía de Nicaragua e iba a Estados Unidos. «¿No vienes con papi y con mami?», preguntó el agente. Y respondió: «Nadie, venía con un grupo, me quedé dormido y me dejaron botado». Sus padres no estaban con él. Era, y es, el drama de la emigración en el que, según dicen, el 11% son niños sin compañía de padres. Esto ocurrió hace unos días y la noticia me impresionó.

En mis andanzas por tierras tercermundistas he conocido casos similares y aún peores. La pobreza extrema, el mundo de las chabolas (favelas en Brasil) y tantos otros mundos son una vergüenza en pleno siglo XXI. Frente a la opulencia de una parte de la sociedad, al despilfarro de otra y a la corrupción de algunos la otra cara de la moneda es horrorosa. Y, lo peor, la indiferencia o, como dice Cortina, la aporofobia, el rechazo a los pobres.

Hay una carta dirigida a Santa Claus por un niño de color que conservo. Pedía así: «Lo primero que quiero que me regale es una explicación: ¿por qué nosotros, los niños del color de la tierra, tenemos el estómago vacío?» La pregunta tiene enjundia; la respuesta, más todavía.

Hoy hablamos hasta el extremo de la igualdad y la violencia, pero poco de la desigualdad, que entraña pobreza y muerte. La pobreza afecta a más de mil millones de personas. Y, como decía Gandhi, ella es la peor forma de desigualdad y de violencia. Erradicarla, nuestra obligación: las excusas son el lenguaje de la pobreza. ¿O no? H

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