Acabamos de celebrar el Día Internacional del Libro, que, bajo el nombre de Fiesta del Libro Español, sancionó en nuestro país Alfonso XIII en 1926. La idea de la actual celebración, rosa y libro incluidos, se debe al valenciano (yo creía, erróneamente, que era castellonense) Vicente Clavel Andrés, a la sazón residente en Barcelona, quien propuso la idea a la Cámara del Libro de la ciudad condal. Sea de quien fuere la paternidad el acierto ha sido excelente.

A veces quedo como extasiado frente a mi pequeña librería doméstica contemplando los libros dispuestos en su anaquel. Y pienso cuánta cantidad de ciencia y conocimiento hay en ellos. Abrir un libro representa introducirse en un mundo nuevo, capaz de despertar ilusiones, expresar ideas, crear expectativas, encontrar ayuda, guiar nuestra vida, emocionarnos… Hay un proverbio indio o, tal vez, hindú que dice así: «Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora».

De joven me atraía aquello que llamaban Filosofía y cuando llegó el curso correspondiente, me entusiasmé con ella, pero las expectativas desaparecieron rápidamente: aquello no era lo que yo esperaba. Al año siguiente, un señor me pidió que le encuadernara un libro viejo y deteriorado (aprendí a encuadernar en la escuela), y yo aproveché la ocasión para leerlo gratuitamente. Era El discurso del método de Descartes; su lectura fue decisiva para mí: aquello era la filosofía que yo anhelaba. Y decidió mi vida en detrimento de la Física, que es lo que me hubiera gustado cursar. Un libro, pues, me convirtió.

Hoy son muchos –aunque no suficientes- los lectores y escritores que deberían hacer caso al consejo de Plinio el Viejo: «Nulla dies sine línea», ni un solo día sin leer o escribir una línea.

Profesor