Querido/a lector/a, según los clásicos del pensamiento, el pesimismo tiene más prestigio intelectual que el optimismo. Parece que da una imagen de sensatez, de pensar, de reflexión, de estar más cerca del complejo realismo de la condición humana, de la vida y del mundo. Pero, a pesar de eso, soy optimista. Tal vez equivocado, pero optimista.

Aunque, reconozco, que esa compleja realidad de la que hablo, a veces la supera un pesimismo que, por momentos, se puede acercar a la depresión. Por ejemplo, estos días, cuando por televisión asistía al primer debate de las elecciones autonómicas madrileñas, el alma se me cayó a los pies. Digo que estaba con mi mujer y no la miraba porque tenía vergüenza ajena. Y es que asistí a un acto político sin política, es decir, sin que la derecha, encarnada por la Ayuso y la Monasterio, aportara el diagnóstico y las soluciones a los problemas concretos que sufren los madrileños. Asistí a un acto político sin ética, es decir, sin que la derecha, encarnada por la Ayuso y la Monasterio, defendiera el bien común. Asistí a un acto político de la Comunidad de Madrid sin la Comunidad de Madrid, es decir, sin que la derecha, encarnada por la Ayuso y la Monasterio, hablara de la Comunidad de Madrid (se perdieron insultando al presidente Pedro Sánchez y al candidato Pablo Iglesias). Asistí a un acto político democrático en el que, una más que otra, la Monasterio de Vox más que la Ayuso del PP, utilizó los derechos y libertades democráticas para defender valores antidemocráticos, por no decir fascistas... etc.

Bueno pues, a pesar de la realidad expuesta, sigo manteniendo que soy optimista. Posiblemente porque pienso que el futuro no es una eterna maldición bíblica. Posiblemente porque sé que el futuro casi siempre fue mejor que el pasado y, tarde o temprano, siempre está en las manos de los ciudadanos. Depende de nosotros.

Analista político