Wences Ramba vuelve a atinar, certero, contribuyendo con genialidad artística a mantener vivo el recuerdo más negro de la historia reciente. Su magnífica exposición Konzentrationslager realiza un recorrido por los vestigios del holocausto nazi, con imágenes que hielan el corazón y nos refrescan la memoria. Resulta imprescindible la visita a la Galería Octubre de la UJI. Silvia Tena prologa con maestría la obra expuesta de Wences y acaba con una frase de Stefan Zweig: «La historia no es que se repita, sino que permanece». Eso mismo me dijo mi amigo Dan Laor en un kibutz de los Altos del Golán, el día que asesinaron a Isaac Rabin. Dan, siendo un joven estudiante argentino, realizó labores de seguimiento para el Mossad israelí en la operación de secuestro de Adolf Heisman, diseñador de la Solución Final. Él entonces desconocía la verdadera la identidad del monstruo nazi, al que consideraba un hombre corriente, más bien bondadoso, buen padre de familia, amante de los animales, las flores, simpático y servicial. Ocurre que el mal es inherente al ser humano. Wences, con tanta plasticidad artística como sensibilidad traslada rotundo esa verdad de que una imagen vale más que mil palabras.

En 1971 un jovencísimo Wences Rambla visitaba por primera vez el campo de extermino de Dachau, instalado a sólo 13 kilómetros de Munich, inmortalizando aquellas instalaciones del planificado genocidio de estado. Dachau estaba a diez minutos en coche de la segunda ciudad más poblada de Alemania y fue el primero de la red de campos creada por Hitler y gestionada por las SS de Himler. Entró en funcionamiento en 1933 siendo modelo a seguir para el resto de los centros de tortura y muerte que acabaron con la vida de millones de seres humanos, en su mayoría judíos. A nadie escapa que una parte importante de alemanes, conocedores de aquellas fábricas de ignominia, durante muchos años miraron hacia otro lado. Cuando llegó a París muy enfermo, Largo Caballero contaba cómo, tras ser detenido, fue trasladado a Sachsenhausen: «Me llevó un comisario de policía en su coche, hablando desenfadadamente, como si me invitara a pasar unas vacaciones en un balneario. Con gran corrección me acompañó hasta la puerta de un recinto en cuya puerta ponía Campo de Educación de Sachsenhausen. Aquí estará usted bien atendido, me dijo el funcionario, tras despedirse con un apretón de manos y dejarme con los SS. En cuanto entré en el campo, un oficial me tradujo la inscripción que había en los frontispicios de los barracones: Hay un camino hacia la libertad. Sus hitos son estos: obediencia, aplicación, honestidad, orden, limpieza, sobriedad, franqueza, sentido de sacrificio y amor a la patria. Aquel campo de educación ocupaba una zona pantanosa, con muchas pinadas de un verdor magnífico, aire limpio. Bonito lugar para humillar y asesinar a miles de personas. En los alrededores había pueblos y ciudades cuyos habitantes supongo que no eran conscientes de lo que allí verdaderamente ocurría». El viejo líder socialista pecaba de ingenuo. El infierno funcionaba desde 1936 y nadie en la ciudad de Oranienburg podía ser ajeno a cuento ocurría en aquella instalación del horror.

La aportación de Wences tiene un valioso significado testimonial sobre una de las páginas más negras de la historia de la humanidad, ocurrida en el corazón de Europa hace tan solo 76 años. Ojalá Wences hubiese podido plasmar también el horror de los gulags soviéticos, que magistralmente contó Alexander Solzhenitsyn, quién dejó escrito: «Que me perdonen por no haberlo visto todo, por no recordar todo y por no poder decirlo todo». Gracias Wences, por plasmar todo lo que no debemos olvidar.

Periodista y escritor