Michael Collins, el único miembro de la tripulación del Apolo 11 que no pisó la Luna, aquel histórico 21 de julio del 1969, falleció la semana pasada a los 90 años.

Collins viajó junto al comandante de la misión, Neil Armstrong, y Edwin Aldrin en la primera misión tripulada que llegó a nuestro satélite. Tardaron 76 horas en recorrer los 386.000 kilómetros que separan la luna de nuestro planeta. Al llegar se quedó dentro de la nave Columbia, durante algo más de veinte horas, mientras veía cómo sus colegas Aldrin y Armstrong, a tres kilómetros de distancia, daban pequeños pasos para el hombre y grandes para la humanidad.

Permaneció solo, a bordo del módulo de mando, en medio de la oscuridad del espacio, casi un día completo. En los meses previos al Apolo 11, Collins jamás le comentó a su esposa sobre el peligro que entrañaba la misión, pues la probabilidad de sobrevivir era del 50%. Tanto era así que, el entonces presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, tenía un comunicado preparado para el peor de los casos, según se supo tiempo después. Por fortuna, nunca llegó a pronunciarlo.

Pero la realidad es que el gran temor de Collins, tal como lo confesó en varias ocasiones, era ser el único en salir con vida de esa misión, teniendo que regresar solo a casa. Él sería el epítome de lo que es ser un gregario, o sea, una persona de suma importancia imprescindible para conseguir la gloria de su líder.

La historia está llena de personas en la sombra sin los cuales las cosas hubieran sido diferentes, sin duda, menos exitosas. Cuando un equipo consigue el éxito en una misión es sin duda por la cohesión, la solidaridad y el sentido de pertenencia que manifiestan sus miembros.

Sin un Collins, ningún Armstrong hubiera pisado la Luna, ya que los éxitos nunca son del líder, sino del equipo.

*Psicólogo clínico

(www.carloshidalgo.es)