En las circunstancias actuales, las discrepancias entre países y políticos europeos se multiplican, un día surgen por los efectos de las vacunas que se emplean para combatir la epidemia, en otro el desacuerdo se halla en las restricciones impuestas a los viajes y el cierre de las fronteras, y al siguiente a causa de la falta de una respuesta como se merece al indigno comportamiento del sátrapa Erdogan con su desaire a Von der Leyen, ante la mirada impasible de Charles Michel.

Para atenuar el malestar de la época de desorientación que vivimos se necesita algún tipo de bálsamo, una voz que recuerde de nuevo el camino a seguir. Acaso como ningún otro, el pensador y escritor vienés Stefan Zweig sea uno de esos referentes imprescindibles. Como otro lo pueda ser también el berlinés Walter Benjamin. Dos intelectuales de la literatura germánica de enorme talla, con muchos rasgos comunes y no pocos paralelismos en sus vidas. Lo es igualmente Albert Camus, el paradigma de honestidad intelectual que tanto irritaba a Sartre, quien se consideraba en posesión de la verdad absoluta.

Stefan Zweig simboliza lo mejor del alma europea. Antibelicista firme ante las salvajes guerras entre europeos en la primera mitad del siglo XX, Zweig fue un viajero inagotable que recorrió Europa de norte a sur, de este a oeste para difundir sus ideas y escuchar a los demás, convertido en un Voltaire de su tiempo. Junto a su pacifismo, Zweig practicó el ejercicio cotidiano de la tolerancia y compartía visiones culturales con escritores, artistas o músicos franceses, italianos, belgas, británicos y de los otros pueblos de Europa. Cultivó sus amistades sin detenerse en frontera alguna, y se enfrentó a las excluyentes doctrinas nacionalistas a las que calificaba, en aquellos dramáticos años, como «la peor de todas las pestes: el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea».

Vivió en París, conoció al escultor Auguste Rodin y compartió charlas, escritos e ideas pacifistas con el Premio Nobel de Literatura Romain Rolland; en Bélgica visitó y se hizo amigo del poeta Émile Verhaeren, a quien consideraba una especie de Walt Whitman europeo y a quien pidió que escribiese una Declaración de fe en el futuro. Se sintió muy afín al excelso Rainer Maria Rilke, fue fraterno con Jules Romain. Zweig colaboró con Richard Strauss, para quien escribió el libreto de alguna de sus óperas. Durante más de veinte años, entre las dos grandes guerras, se instaló en Salzburgo –de esa bella ciudad natal de Mozart guardo en el mejor rincón de mi memoria el recuerdo del día inolvidable en que allí ingresé como académico de la Academia europea de Artes y Ciencias- hasta que tuvo que huir de la barbarie nazi.

Sus ideas sobre el porvenir de Europa, su fe en la fraternidad entre sus pueblos, su pretensión de sumar a pensadores diversos, sin importar su lugar de nacimiento, en la lucha colectiva por un mundo más justo, son recetas de ayer válidas para el presente, por más convulso y cuesta arriba que parezca nuestro tiempo. El mundo de ayer. Memorias de un europeo es, a mi juicio, su obra cumbre, el libro de cabecera de todos los que creemos que nuestro futuro será el de la consolidación de la unión europea o no será nada. En ese libro dice Zweig: «Nos parecía que bastaba con pensar a escala europea y unirnos en una hermandad internacional, declararnos partidarios del ideal de un entendimiento pacífico (…) y de una fraternidad espiritual por encima de lenguas y países».

Sin embargo, la creación literaria de Zweig es muy extensa y gira constantemente alrededor de la causa y la vida de los europeos: Castellio contra Calvino, Fouché, El legado de Europa, María Antonieta, Jeremías, La confusión de los sentimientos, y tantos y tantos otros. En la primera de esas obras, Zweig realiza una afirmación grandiosa y muy adecuada para el doloroso exilio español de 1939: «Incluso como vencidos, los derrotados, los que con sus ideales intemporales se adelantaron a su época, cumplieron con su misión, pues una idea está viva en la tierra con solo ganar testigos y adeptos que vivan y mueran por ella».

Su suicidio, su abandono de la esperanza, ocurrido en 1942 en la ciudad brasileña de Petrópolis, fue la consecuencia del hundimiento de su mundo. La prohibición de sus libros en Austria y Alemania por los nazis alemanes y sus secuaces vieneses, y cómo los quemaron en hogueras que recordaban a las atrocidades de la Inquisición medieval, llevaron a Zweig a su agotamiento personal por resultarle imposible de soportar que aquel totalitarismo triunfase. Su desesperación le impidió ver cómo Europa y sus aliados americanos derrotaron, tres años después, el mal absoluto que dominaba el mundo en sus últimos días de exiliado en América.

También en la muerte coincidió con Benjamin, pues este se había quitado la vida en Portbou dos años antes, exhausto, no se sentía con fuerzas para continuar su huida del terror de Hitler y le horrorizaba la posibilidad de que fuese devuelto por la policía franquista a las garras de los exterminadores de su pueblo judío, que también era el pueblo de Zweig.

Zweig adoraba París, como yo lo adoro. Vivió de joven una temporada feliz en la capital gala. En una de sus páginas más hermosas, a propósito del Barrio Latino dice que «habría preferido más que nada vivir en un quinto piso, en una buhardilla cerca de la Sorbona para poder participar de un modo más fiel de la auténtica atmósfera del Quartier Latin (…) ¡Qué fácil y qué bien se vivía en París, sobre todo si uno era joven!».

La emotiva sorpresa que me produjo la lectura de esas frases fue enorme, parecía como si el admirable Zweig hablase de cuando allí estuve de joven viviendo, precisamente en un quinto piso cerca de la Sorbona como él dice, en la rue Gay-Lussac, casi enfrente del Jardin de Luxembourg.

Mi París fue antes el París de Zweig. Ese París eterno, rebelde, al que acudía el vienés en busca de Rolland para hacer juntos llamadas a la conciencia de los dirigentes políticos en favor de la paz, en defensa de la convivencia fraterna de los pueblos de Europa.

*Rector honorario de la Universitat Jaume I