He tenido la inmensa suerte de haber conocido durante décadas a mis cuatro abuelos y que, además, fueran personas muy dadas a contar historias. Al contrario que otros amigos o compañeros a quienes no les ha interesado saber o no han tenido la opción de ello porque ningún interlocutor quería compartir con ellos, en mi caso se produjo la combustión perfecta: una niña a la que le encantaba escuchar todo --fuera lo que fuera-- y unos abuelos parlanchines que igual hablaban de la guerra (casi siempre), que de historias de miedo, de linajes familiares o de su infancia en el mar o en la montaña. Y a mí, me encantaba.

No es la primera vez que comparto en esta columna que fueron las historias familiares las que --cada vez estoy más convencida-- me empujaron a ser periodista. había claves en lo que me contaban que no entendía y quería saber más, contrastar aquello que subyace en relatos y sentir en mi cuerpo las emociones de todas aquellas vivencias, alegrías y desgracias que me estaban transmitiendo. He de confesar que casi siempre sufrí, porque muchas eran sumamente tristes.

Cuando lean esta columna, habrán pasado ya dos días desde que enterramos a mi abuela Isabel, la última superviviente de la numerosa saga de los Catalán Bel de la playa de Almenara. Eran tantas hermanas como historias tenían y todavía recuerdo cuando, de pequeña, me esperaba a que pasaran delante de mí para reírme de sus andares, chocando los traseros, cuando caminaban todas juntas a ver los fuegos artificiales en la playa. Como familia, habían sufrido pérdidas inasumibles para una sola persona en una sola vida y por eso hacían piña, y me quedo como un regalo con sus risas escandalosas mientras hacían conserva o en las cenas de Navidad. Con 92 años se va la última de ellas y tiene mucho que contarles. Suerte que el resto ya está esperándola.

Periodista