Era de esperar, pero con incertidumbre. Otros lo intuían, aunque con dudas. Pero lo razonable, o casi seguro, es que una situación tan extraña como ha sido la pandemia tenía que provocar unos efectos. Médicos y psicólogos han dado pronto en el clavo: esta enfermedad sobrevenida trae consecuencias, si no graves, sí, al menos, preocupantes y molestas. Ansiedad y depresión alcanzarán, según las estadísticas, un 13%; la incidencia en el sueño, 11%. Y así, visitas al psiquiatra, por causas diversas como trastornos en el ánimo, obsesión compulsiva, agotamiento mental y efectos psicológicos en general. Es lo que hay… o habrá, dicen. Otros efectos aparte de la enfermedad en sí.

El ritmo en el trabajo, la socialización trastocada, las relaciones, los negocios del ocio y otros, todos sufrirán este efecto indeseable, pero muy probable. Habrá que empezar ya a aprender. O, como decía el sabio Solón, «aprendo muchas cosas mientras envejezco». Pues nosotros tendremos que aprender, aunque no envejezcamos rápidamente. Hemos pasado –y estamos en ello todavía-- confinamientos y, con estos, nos ha asaltado el aburrimiento obligado. No salir de casa, no retomar las relaciones, no dar abrazos y tantas otras cosas como el lector sabe. Es, como dice el Diccionario, una sensación de malestar o fastidio provocado por la falta de diversión o de interés por algo, no tener ganas de no hacer algo. Esta crisis nos hará diferentes, ya lo verán.

Por eso hay que hacer acopio de resiliencia, es decir, capacidad para superar circunstancias dramáticas a fin de afrontar la adversidad y otros efectos.

Profesor