La sal es cristalina y blanca. Sazona alimentos y es una ayuda inestimable contra la corrupción de los mismos. En sentido figurado no deja de ser también la sazón de nuestra existencia en este valle, en demasiadas ocasiones, de lágrimas. Como metáfora y comparación, la encuentran ustedes en el Evangelio de Mateo. Uno, vecinos, la encontró en el poblado de Torre la Sal, en la Ribera de Cabanes, junto al humedal del Prat, tan apreciado por los europeos de pro.

Nos resulta inimaginable que desaparezca el poblado de Torre la Sal. Desde la perspectiva administrativa y jurídica, ya dio sus razones el ondense Vicent García Nebot en una de sus recientes apelaciones fraternales: el poblado está asentado en suelo de dominio público. Pero García Nebot indica que hubo PGOU en los ochenta, y acuerdos con la Administración central en los noventa: se admitía y toleraba la realidad de un siglo. Un asentamiento que no rompía la armonía natural, como ahora tampoco la rompe, del litoral del País Valenciano; un asentamiento que no daña el entorno del Prat de Cabanes. Otras construcciones, que no son el poblado marítimo, asedian el Prat y están a la vista de todos ustedes. Con tiento y sin ira, se ha de defender la permanencia de un poblado entrañable. Se trata de la sal cristalina y blanca del recuerdo.

Uno, vecinos, abrió su mirada a la inmensidad azul del mar en Torre la Sal, donde, por motivos de índole familiar, habitó dos o tres años, hasta mediados de los años cincuenta de la pasada centuria. Venía de tierra adentro, y el mar de la Ribera era el horizonte sin límites en la pupila infantil. Como era vida la pesca de cangrejos en las rocas que todavía están ahí, en la desembocadura de la acequia que desagua el Prat, al lado mismo de pedregal milenario que protege el humedal hasta las inmediaciones de Torreblanca. Como fue nacer a la cultura escrita, leer el primer libro, titulado Corazón de Edmundo de Amicis, tomando el sol sobre esas mismas rocas.

Y las alas del recuerdo vuelan sobre imágenes de mocosos con lechera en mano, acudiendo a donde Artemio, que tenía tres vacas en el establo de su casita en el poblado; vuelan junto al chalet de la familia de Laureano, la única construcción consistente entonces junto al canal. Las demás edificaciones venían a ser ejemplo de humildad, laboriosidad y alegría, abastecidas de agua salobre. Cabe reseñar que cuatro o cinco familias de Borriana habitaban aquellas casitas durante los meses estivales, y se dedicaban a la pesca con palangre; en invierno se ocupaban en las tareas de la naranja por donde Sant Gregori y el Clot de la Mare de Déu. Uno aprendía, vecinos, porque no todo está en los libros. Había, y hay, vida y cultura por la Ribera. Y se me olvidaba, vecinos, mossen Samuel, mossen mosca, para los pícaros de pocos años. Y lo de mosca no era por la sotana, sino porque era el apodo de su familia en Cabanes. Y mossen mosca celebraba la misa en latín y predicaba en valenciano, levantando el tono de voz debido a la sordera. Amenazante, afable y preconciliar, nos decía en sus homilías: «Ja prou de fer maleses i no creure als pares, que no tot es joc en este món com va dir Jesucrist». No sabíamos si eso lo dijo el Rabí de Nazaret o no. Sabemos que lo tenemos en el recuerdo, como tenemos Torre la Sal, como tenemos aquella foto que nos tomaron los jóvenes indochinos, que acamparon donde les vino en gana, porque entonces no había campings ni turistas. Había un poblado marítimo que no puede desaparecer, porque es sal de la vida.