El enamoramiento de Johanes Anglicus (mejor Juana) y sus avideces triscantes, pasaron desapercibidos en la corte papal, en la que el travestido monje seguía ganando enteros y envidias, singularmente las del cardenal Anastasius que fue, hasta su llegada, el dilecto de León IV. Dicen los mentideros, que el espurio religioso era comensal acostumbrado en el triclinio del pontífice, en la residencia lateranense. Y ya que hacemos referencia a la «Sacrosancta Lateranensis ecclesia omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput» digamos que, en contra de la creencia habitual de que el Vaticano fue siempre la curia papal, Letrán y su «domus ecclesiae» constituyeron la primera sede pontificia, hasta que, después del cisma de Avignon, los papas al retornar a Roma en 1377, asentaron su cátedra en el templo del monte Vaticano, lugar en el que fue crucificado San Pedro. Con todo, ya desde antiguo, es sabido que entre las dos curias se desarrollaron significativos rifirrafes, dado que ambas afirmaban poseer las mismas reliquias. Ojo al vacile del gatuperio. Y esto no era todo pues, asimismo, aseguraban que tenían, desde el siglo primero de la era cristiana, la preeminencia una sobre la otra.

En el Patriarchio lateranense es donde se interpreta que se pudo perpetrar la cacareada donación de Constantino, constituyente del llamado Patrimonio de San Pedro. Según este texto de concesión, que ya Lorenzo Valla demostró en el siglo XV que era más falso que un euro de madera, el hijo de santa Elena, otorgaba poder a Silvestre I, sobre Roma, toda Italia y el resto del imperio Occidente. Más de siete siglos disfrutaron los papas de este momio, sobre la base de un documento fraudulento, que debió redactarse en el siglo VIII, en tiempos de Pipino el Breve y no en el siglo IV en el que vivió Constantino. En siete días lo contamos.

Cronista oficial de Castelló