En los primeros días del pasado abril tuvo lugar en Ankara una reunión para el seguimiento de las relaciones entre Turquía y la Unión Europea, una más de las muchas que las instituciones europeas celebran con países con los que comparte intereses o problemas. Ningún asunto la hacía relevante y, sin embargo, su repercusión en los medios de comunicación ha sido enorme.

En el encuentro participaron el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan; la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen; y el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel. Los resultados alcanzados no fueron la causa del revuelo que se originó sino el trato que el presidente turco dio a Von der Leyen, al relegarla a un sofá lejano y no disponer para ella de una silla como las que ocupaban los dos hombres presentes. Inmediatamente se entendió la causa de semejante desaire: por ser una mujer.

Michel contempló la escena con cara de asombro y asumió la situación sin decir nada, Von der Leyen enseguida captó el mensaje de Erdogan, quien se regocijaba con la escena en la que exhibía su poder y su menosprecio para la labor que puede llevar a cabo alguien del sexo femenino.

En sus quince meses de presidenta, Von der Leyen ha demostrado su inteligencia y su buen hacer, como puede probarlo que al poco de ser nombrada propuso, y consiguió que se aprobase, el Pacto Verde Europeo, un proyecto que pretende unir a los europeos en torno de una noble causa para su futuro: el combate contra el cambio climático mediante la eliminación de los gases de efecto invernadero y la contaminación. Pocos podían antes imaginar que la Unión Europea iba a liderar, con una cuantía extraordinaria de recursos, la respuesta a una emergencia mundial de tal calibre. Von del Leyen se había dedicado a la medicina tras sus estudios en la Universidad de Gottingen, la London School of Economics y la Escuela Médica de Hannover. Luego se interesó por la política y fue ministra alemana de Defensa. Su inteligencia, sus dotes para el diálogo y su enorme capacidad de trabajo (se decía que dormía en una salita al lado de su despacho) eran conocidas en toda Europa.

Von der Leyen pertenece a esa estirpe intelectual de mujeres atraídas por la acción política, en la que también están las norteamericanas Kamala Harris y Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, o la chilena Michelle Bachelet, presidenta que fue de su país y ahora es la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Dirigentes políticas a las que hay que sumar la líder de los Verdes de Alemania, Annalena Baerbock, que puede en breve dirigir el gobierno de su país, o la gaditana Anne Hidalgo, brillante alcaldesa de París. Similares compromisos con los avances sociales tuvieron en tiempos pretéritos ilustres españolas como Victoria Kent que, desde su dirección general de Prisiones, renovó en los años treinta el sistema carcelario español convirtiéndolo en el más avanzado de aquella época, o su contemporánea Clara Campoamor que consiguió que el Parlamento, formado abrumadoramente por hombres, aprobase el voto de la mujer.

Pero no solo es en la política, la checa Berta von Suttner, a la que se concedió el Nobel de la Paz en 1905 por su defensa del pacifismo con una energía y una fe infinitas, como se puede leer en su novela ¡Abajo las armas!, la italiana Sofía Corradi, alma mater del Programa Erasmus, o la pléyade de educadoras españolas (María Zambrano, Rosa Sensat, María de Maeztu, Jimena Menéndez-Pidal, María Sánchez-Arbós, y muchas otras llamadas maestras de la República) forman parte de una avalancha de mujeres soñadoras con un mundo fundado en el progreso y la igualdad. O mujeres decisivas en el avance científico como Marie Curie y su hija Irene Joliot-Curie, ambas fueron premios Nobel, la física austriaca Lise Meitner, pionera en el descubrimiento de la fisión nuclear, o la química británica Rosalind Franklin, protagonista principal del descubrimiento de la estructura del ADN. A todas ellas iba también dirigida la ofensa de Erdogan, su menosprecio por su condición de mujeres.

¿Qué méritos poseía Erdogan para pretender la humillación de nuestra presidenta europea? Ninguno que tenga valor en una sociedad libre como la europea. Mario Draghi lo calificó de dictador tras el bochornoso encuentro, al que añadiría ser un sátrapa de rancio estilo. En sus años de primer ministro, Erdogan afirmó que su prioridad era la adhesión de Turquía a la Unión Europea. Vana aspiración en sus manos.

¿Por qué se calló Michel ante el desaire? ¿Lo hizo por un inadecuado sentido de la prudencia o por puro egoísmo al no afectarle a él? El Parlamento europeo debiera haberle recriminado su actitud y deplorado su pasividad.

¿Negándole Erdogan la silla a Von der Leyen consiguió rebajarla, hacerla inferior? No, pues se trata de la autoridad moral de cada uno, y la autoridad moral de una mujer como Von der Leyen es infinitamente superior a la de un hombre como Erdogan. La de ella produce admiración, un ejemplo para los demás, mientras el presidente turco solo causa rechazo.

Con su modo de comportarse y su capacidad de escuchar, también allí ante el sátrapa, o en cualquier otro lugar, Von der Leyen marca el camino no solo a otras mujeres sino al conjunto de la ciudadanía. Nadie debe confundir autoridad, sea de carácter moral o de tipo material, con el volumen de los gritos que alguien sea capaz de dar, nada tiene que ver con la exhibición de fuerza, del ordeno y mando, tan extendida en las épocas pasadas cuando el poder político estaba casi exclusivamente en manos masculinas.

La Unión Europea es incompatible con comportamientos como el de Erdogan, y le corresponde la defensa de los valores que son su razón de ser, entre los que la no discriminación entre hombres y mujeres ocupa un lugar destacado. Uno de sus genes principales.

Quizás, si hubiese otro encuentro entre los tres y se dispusiese de una sola silla, de manera simbólica, esta silla debería ocuparla Von der Leyen, mientras que Michel tendría esta vez que quedarse de pie, y Erdogan de rodillas para que así expiase su falta.

*Rector honorario de la Universitat Jaume I