La cuarta revolución industrial en curso se asemeja al lanzamiento de una moneda al aire. Complicado predecir las derivadas geoestratégicas, tecnológicas, culturales, políticas, morales, sociales y mercantiles que presenta el escenario global. Sea como sea y aunque no tenga demasiada conciencia de ello, la humanidad librará un combate consigo misma. En juego, su futuro. No será como en la gran batalla de Gaugamela que enfrentó a griegos y persas. Ni como en tantas y tantas contiendas que desde la Antigüedad nos han lisiado como género humano. Desconocemos el final del último desgarro porque el adversario somos nosotros mismos. Aquí rige otra lógica tan perversa o más que la experimentada en nuestra historia de tragedias y demoliciones. La moneda seguirá girando algunos años antes de caer al suelo y mostrar el desenlace. Por eso todo cuanto tenga que ver con darle algún significado humanista al destino común debe acometerse ahora.

El siglo 20 fue convulso. Nâzim Hitmet dijo de él aquello de «miserable, grande, heroico…». Del 21 ya sabemos que fusiló la serenidad al amanecer. Vivimos sin pensar. Vivimos alimentando constantemente al monstruo, a una nueva versión del Leviatán que Hobbes nos describía como temible figura todopoderosa de un orden inmisericorde. Cada like, cada paso, cada huella, cada pulsación y parpadeo en las redes y el ciberespacio se transforma en el nuevo petróleo de la economía del siglo 21, los datos. Nada pasa en vano. Sin saber, sin querer, sin pensar cedemos energía y combustible constantemente. Transferimos poder, control, memoria, soberanía. Entregamos el alma al diablo. Lo hacemos gratis o, mejor dicho, gratuitamente. La contradicción es que ese altruismo inconsciente nutre a una nueva plutocracia de la tecnología. Les servimos en bandeja nuestro perfil psicológico, nuestras debilidades y flaquezas. Entregamos nuestro patrón de consumo, aspiraciones y anhelos. Les damos nuestro disco duro a cambio de nada. Las cámaras de reconocimiento facial, las pulseras biométricas y determinados algoritmos ya pueden descifrar las emociones más recónditas que alberga el alma humana. Adiós a la intimidad. Jaque al alma. La red nos ha enredado en una madeja donde las relaciones no se rigen por la reciprocidad ni la igualdad. Por un lado, asistimos a una gigantesca capitulación en la defensa de nuestra intimidad. Por otro, hemos hecho fracasar las aplicaciones tecnológicas para combatir la pandemia en nombre de la salvaguarda de esa misma intimidad. Ahí está el fiasco del Radar Covid. Bipolares.

Pero nuestras creaciones pueden tener otro enfoque. Siempre es una cuestión de enfoque. Algoritmos y desarrollo de software éticos, solidarios, inclusivos. Una disrupción con principios democráticos al servicio de la transformación positiva de los conflictos y las injusticias. Gace poco presentamos una aplicación móvil que fiscaliza y puntúa los déficits de accesibilidad para las personas con diversidad funcional. Será más visible el incumplimiento de las leyes de inclusión. Lo mismo con la huella de carbono. Lo mismo con las mil causas nobles que podemos combatir juntos desde una tecnología al servicio del interés común. Al final, todo dependerá de la jerarquía de valores que queramos asumir. La moneda sigue girando. Evitemos el azar.

*Doctor en Filosofía