El final de la trolera historia papisa fue un guirigay de mucho rebujo. Dice la monserga que el día de Jueves Santo, cenó con sus 12 apóstoles. Les lavó los pies como hiciera Jesús y preparó un cáliz en el que, junto con una pócima alucinógena, derramó unas gotas de sangre manadas de su brazo herido con un afilado puñal. En sus palabras previas al ágape, les habló de una revelación según la cual el Hijo del Hombre volvería a encarnarse de la sangre de un pontífice. El acto final del contubernio se inició con el desnudo de la papisa que mostró su abultado vientre, consecuencia de sus no escasas coyundas con el apuesto conde Gerold. El estupefaciente comenzaba a hacer efecto en los comensales, momento que aprovechó el papa para referir que Dios lo había transmutado en mujer a fin de que diera a luz a su Hijo para la parusía. El grupo cardenalicio estaba tan maravillado como patidifuso.

El día de la Pascua, en la procesión desde el Janículo al Lateranense, a la papisa, que a cuanto se ve, a punto había estado de salirse con la suya, se le adelantó el parto, contingencia que no había previsto su maquiavélica baruca. Consecuencia de las contracciones, y de los atroces dolores, comenzó a proferir gritos como si estuviera poseída de Satanás. Por si la trapisonda aún no tenía bastante cadejo, una mancha roja de sangre, cada vez más amplia, comenzó a teñir la túnica papal. De sobras supo, dada su formación médica, que estaba perdida. Y así fue. El pueblo, que contemplaba atónito el espectáculo, no pudo contenerse ante lo que juzgó un fraude sacrílego, forjado en un aquelarre satánico y poseído de un furor implacable e inquisitorial, apedreó a la impostora y a su amante que trató de salvarla del atropello. «Y colorín colorado…».

La verdad es que el embrollo, en los siglos XIV y XV, tuvo la categoría de un serial de enjundia. Hasta hoy ha llegado. No les digo más.

Cronista oficial de Castelló