Una parte de la intelectualidad siempre ha sido proclive a abrazar los extremos, a diestra y siniestra, en este país nuestro en el que llevamos demasiado tiempo asistiendo a un peligroso circo romano del que no sabemos quién saldrá peor librado: los gladiadores, las bestias (que las hay), la plebe o el César, que ejerce con la peligrosa arrogancia de un José Luis Moreno cualquiera. Agustín de Foxá era un diplomático e intelectual del franquismo cuyo talento le llevó a decir: «En mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que habla de patria, pan y justicia. Ahora, instalado en la madurez, proclamo otra: café, copa y puro». Ejemplo parecido lo tenemos en otra cabeza pensante del siglo XXI: Pablo Iglesias Turrión, comunista admirador de Stalin que bajo los mismos preceptos de Foxá llegó a vicepresidente del Gobierno. Ahora retirado a unos bien confortables cuarteles de invierno con el premio de algo más que café, copa y puro, por parte de su amigo el multimillonario catalán Jaume Roures. El capo de Mediapro alberga la esperanza de que Iglesias sea el mirlo blanco que haga muy rentable el proyecto en el que desea convertir al ex líder de Podemos en un nuevo Jordi Évole. No es de extrañar que los conmilitones de Iglesias den la espalda a la hoja de ruta de Sánchez, tan arriesgada como poco creíble, respecto al Procés. Menuda bomba de relojería representan los podemitas del Consejo de Ministros.

En favor de Iglesias no se me ocurre nada, dada la herencia envenenada que deja. Foxá, siendo diplomático en Finlandia, salvó de ser fusilados a los republicanos españoles confinados en el campo de concentración de Nastora. El falangista arriesgó y pasó frío. Un respeto.

Periodista y escritor