Opinión | Cosas mías

Castelló

La marjal

La otra tarde, mi buen amigo Miguel Blasco, persona de todos mis afectos y de acrisolada ascendencia llaura, me llevó a la marjal de su hermano Pedro. Ubicados en la partida de Entrilles, nos introdujimos por el ignoto y silvestre camí de l’ Ullal de la comare, a través del cual llegamos al terreno, vecino a otros colindantes de similar peculiaridad.

Quiero hablar en primera persona de la satisfacción que me produjo volver a pisar a aquel campo de cultivo, rodeado de acequias de escaso calado en las que rebrotaban los veneros dels ullals y saltaban los barbos. En los bancales se avistaban los patos silvestres y las garzas y en las riberas crecían toda clase de herbazales acuáticos. Entre ellos me sugestionaron las floraciones de unas atractivas calas (a las que con razón se las llama lirios de agua) de las que cercené un ramo para ponerlo en un búcaro, a título de enamorado homenaje, bajo el retrato de mi esposa y mis hijos, que pintara Díaz Naya. También me aprovisioné, aceptando la deferencia del propietario de la parcela, de algunas verduras, que luego al degustarlas me supieron a gloria. Y no es extraño, porque en una legitimidad genuina en el laboreo, concienzudo y esmerado, se las abonó con el mejor y más genuino recurso: las boñigas de caballerías. Y perdóneseme lo escatológico de la frase, por lo auténtico.

Castelló, y es lamentable, vive muy de espaldas a esa área, cada vez más reclusa, que tiene una personalización muy identitaria del origen de nuestro pueblo. Conocerla, o revivirla, supone una indefectible obligación para quienes deseen conocer y vivir lo más genuino del agro local. Para quienes se declaren ecologistas de carnet. Para quienes amen la naturaleza y la historia. O, simplemente, para quienes deseen disfrutar de una jornada original y auténtica. Mañana será tarde.

Cronista oficial de Castelló

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