Resultaría conveniente que en alguna ocasión el ciudadano de a pie tuviese ocasión de asistir a una sesión de debate en el Congreso de los Diputados. Seguramente quedaría estupefacto ante el nivel dialéctico, no digamos ya intelectual, del general de quienes son considerados padres de la patria. Desde que Estanislao Higueras, refiriéndose al caos de la breve I República, dijo: «estoy hasta los cojones de todos nosotros», el verbo y las ideas han ido en declive. En voluntario rechazo de la oratoria, la ética y el desprecio por el paisanaje que vota y propicia el confort de una clase política necesitada de reciclado en toda regla.

En correspondencia al gris marengo del hemiciclo asistimos, con escasa capacidad de asombro, a la periódica metamorfosis del superhombre Pedro Sánchez. Auténtico fenómeno de la naturaleza que deja a la altura del betún las teorías de Nietzsche, aventajando en todo al modelo del filósofo alemán que guía su vida según la voluntad de poder y para ello sabe romper con las tradiciones morales a fin de alcanzar la libertad de su esencia, en este caso, entroncada con la teoría de Maquiavelo en su obra cumbre, en la que invita a apartar razones morales como la lealtad o la ética a la hora de ejercer el poder. Enseñanzas que han arraigado en personajes poderosos en los últimos 400 años, al punto que la famosa frase atribuida al pensador florentino: «El fin justifica los medios», es en realidad una anotación que hizo Napoleón en su ejemplar de El Príncipe. Claro que comparar a Sánchez con el Emperador, del que Churchill dijo a De Gaulle que era lo más grande, resulta tan excesivo como obsceno.

Desconozco si Sánchez ha leído a Cicerón y Tucídides, dos personajes de la historia antigua cuyos textos dejaron profunda huella en Maquiavelo, incluso desconozco si ha leído a este último. También desconozco si Iván Redondo, defenestrado spin doctor y pretérito vicepresidente en la sombra, regalaba los oídos de su ex jefe leyendo en voz alta las páginas de Rinconete y Cortadillo, El Lazarillo de Tormes y otros ejemplos didácticos de la picaresca alumbrados en el Siglo de Oro, a modo de ejercicio mental, mientras el presidente atacaba un chuletón al punto. Igual Ábalos, ahora sin trabajo en el ministerio y en Ferraz, algún día cuenta de qué va lo del amigo que lo ha dejado en el arroyo. Todo es posible, incluso en Ábalos que era la esencia misma del sanchismo y siempre crítico con Ximo Puig. Ahora el fiel escudero está de patitas en la calle. Por contra, una persona del entorno de Puig, Diana Morant, es ministra desde el lunes. Nada resulta imposible en la acción política del líder absoluto del PSOE y actual inquilino de La Moncloa. Y si no que se lo pregunten a Carmen Calvo, la más apasionada admiradora del político sin parangón en los anales de la historia moderna de este país. Calvo, a diferencia de Redondo, nunca llegó a decir que por su jefe se tiraría por un barranco. Pero casi.

Coinciden algunos analistas en comparar la maniobra del presidente con lo que viene a decir Lampedusa en El gatopardo: «cambiarlo todo para que no cambie nada». Así logra consolidar el cesarismo en el partido socialista, contenta a los socios de Gobierno --Garzón ahí sigue de ministro inútil--, sin los cuales está perdido. Y a seguir la estrategia del calamar, en la confianza de agotar la legislatura. Quienes lo apoyan dentro y fuera del Consejo de Ministros que estén atentos. Con el superhombre nunca se sabe. El poder es lo primero.

Periodista y escritor