El Tribunal Constitucional (TC) acaba de sentenciar que el confinamiento de la población decretado por el Gobierno en marzo de 2019 para impedir la propagación del covid debió establecerse mediante la declaración del estado de excepción y no del estado de alarma, porque, a su entender, se produjo una suspensión del derecho a la libre circulación de las personas y no una mera limitación. El asunto ha sido objeto de intensos debates entre juristas, con una gran división que queda reflejada en el seno del TC, porque la decisión se ha decantado por un voto de diferencia.

Seguramente la sentencia se interprete como una victoria política de la oposición liderada por Vox, autor del recurso, contra el Gobierno. Pero quedarse en eso denotaría el infantilismo que caracteriza la política de patio de colegio instalada en la confrontación partidista y en algún foro académico. Sería también una simpleza auscultar la ideología de los magistrados para descalificar el fallo del tribunal, por más que invite a ello la tendencia cada vez más acusada a seleccionar a sus miembros por su cercanía política con el proponente de su candidatura.

En este caso, además, dos de los magistrados que están catalogados como conservadores votaron en contra de la sentencia.

La cuestión no es si tiene razón o no el TC; lo que cuenta es que tiene la última palabra y aquí está el problema cuando ésta se sustenta no en sólidas razones jurídicas ampliamente compartidas, sino en profundas discrepancias resueltas seis a cinco por el azar. De haber estado al completo el tribunal, la decisión hubiese sido la contraria, ya que el previsible empate lo hubiera deshecho el presidente con su voto de calidad, contrario al fallo de la sentencia.

La función del TC es tan importante como delicada. Garantiza la primacía de la Constitución y en esa tarea puede enmendarle la plana al Gobierno y a las Cortes democráticamente elegidas. La condición es que solo declare la inconstitucionalidad de decisiones aprobadas por la mayoría parlamentaria cuando no haya más remedio y no se encuentre una interpretación que permita encajarlas en el marco constitucional.

Ante la duda el TC debe frenarse y actuar con contención, porque corre el riesgo de caer en el activismo judicial, rivalizando en el terreno político con el Gobierno o las Cortes Generales.

Una vez publicada la sentencia es el momento de analizar con más detalle lo que seis magistrados ven negro donde cinco ven blanco. Ahora solo cabe lamentar que el TC haya tardado un año, más la prórroga, en decidir un asunto de tanta trascendencia, para acabar resolviendo la controvertida disputa jurídica en la lotería de la tanda de penaltis.

Catedrático de Derecho Constitucional