La libertad de expresión es un derecho fundamental garantizado por el artículo 20 de la Constitución, aunque en demasiadas ocasiones denostado, atacado y cuestionado por el poder político de turno. Cuando hablamos de un Gobierno con cinco ministros de inspiración o/y credo comunista, la cosa se complica. Empero, a fuer de ser sincero, raro es el poderoso que una vez situado en la cima haga verdad la frase de Voltaire: «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo». Más bien al contrario, el anatema, la represalia y el ahora te vas a enterar de quién soy yo, son cánceres para las libertades que suelen fluir con pasmosa naturalidad desde el caudillo zaherido por el verbo hecho opinión. El César endiosado siempre se rodea de circunflejos asesores, entregados en la modulación del acento a la hora de regalar el oído de su señorito. Es la parte oscura de la democracia, que adquiere dimensiones tenebrosas cuando entra en juego la supervivencia del gran jefe.

En Moncloa las intrigas han ido aflorando desde los tiempos de Adolfo Suárez, el falangista que junto a Juan Carlos I hizo posible la Transición trayendo a Carrillo y legalizando el PCE a modo de aperitivo. La política nunca deja de sorprender por la mala leche y el desprecio de valores tales como la lealtad. Que se lo pregunten a Ábalos, ex mano derecha de Pedro Sánchez, o a Carmen Calvo que llevaba el sanchismo como Santa Teresa llevó el catolicismo: «vivo sin vivir en mí». Aseguran veteranos del periodismo, de los que ya van quedando pocos, que los inquilinos del complejo presidencial acaban siendo víctimas de una especie de virus del poder que termina por trastocar las neuronas. Según César Antonio Molina, exministro socialista, la neurosis monclovita que deriva en endiosamiento nunca había alcanzado cotas tan altas en tan poco tiempo, zarandeando la estabilidad del sistema de libertades ejemplarmente logrado tras la muerte del dictador Franco. Escribe Molina: «El desmantelamiento que se está llevando a cabo, y nada sibilinamente, de nuestras instituciones democráticas que tanto costó levantar, nos muestra que Sánchez ya no tiene confianza en ellas porque son un lastre para lo que él considera que es fundamental: sus propias convicciones». Molina fue titular de Cultura con Zapatero.

Mientras asistimos al intento de desguace del régimen del 78, el periodo de mayores libertades y prosperidad que jamás ha conocido el Reino de España, el poder que lleva el timón de la nación, apoyado por señaleros y contramaestres de toda índole (comunistas añorantes de Cuba y Venezuela, independentistas enemigos de la unidad nacional y representantes de lo que fue el pistolerismo de ETA), las baterías abren fuego en la caza del periodista. El último en caer ha sido Antonio Caño, tras cuarenta años en la plantilla de El País, sus artículos disgustaban al sanchismo. Resulta que la impronta de Pablo Iglesias, ahora en labores de periodista estrella con su amigo el multimillonario Roures, sigue latente en el Consejo de Ministros. El pasado mes de febrero, en el Congreso Iglesias arremetió contra los medios acusándolos de marcar la agenda y constituir un contrapoder ante la acción del Ejecutivo «sin poseer legitimidad para ello». El fundador de Podemos llegó a proponer la «implantación de un control democrático», vamos de censura, y promover el fomento de una prensa estatal en detrimento de la privada. Periodistas de prestigio, dígase Carlos Herrera, Vicente Vallés, Raúl del Pozo, Ana Rosa Quintana, Jorge Bustos, vienen sintiendo en el cogote el denso aliento del poder. Sería una lástima que ellos fuesen los últimos mohicanos de la libertad de expresión. Recordar a George Washington resulta oportuno: «Si nos quitan la libertad de expresión nos quedamos mudos y silenciosos y nos pueden guiar como ovejas al matadero». Estemos alerta.

Periodista y escritor