Hace unas semanas, cuando me disponía a meterme en el agua en una playa de la Costa Brava, descubrí que no había cogido el bikini. Para no ir arriba y abajo después con las bragas empapadas, me desnudé y fui a nadar con las amigas.

Cuando llevaba en el agua un rato, el socorrista me vino a buscar. «Quiero hablar con esta», le decía, señalándome, a una amiga mía. «Esta». Di unas brazadas hacia él. «La playa no es nudista. Te informo». Ajá, muy bien. Por informada me doy. Parece ser que no hay ninguna ordenanza municipal que prohíba hacer nudismo en la zona. Entiendo, entonces, que obligan al socorrista a llamar la atención a todo el que va desnudo en la playa esgrimiendo razones de un moralismo baratísimo. Es el mismo motivo por el que no se puede hacer topless en algunas piscinas municipales, un terreno que es como Instagram o Facebook: allí solo son válidos los pezones si son masculinos.

Estas reticencias con el nudismo y los pechos no son inocuas y van ligadas a una concepción del cuerpo llena de sexualización y vergüenza. Una concepción que es más acusada en las mujeres y que juega más en contra nuestra, y que llega a demonizar un pecho que amamanta en el espacio público.

Lo peor de todo es que, en este lugar donde vendrá a regañarte el socorrista si se te ocurre cometer el pecado de exponer genitales y culo al sol, en esta sociedad hipócrita, puritana y machista, si viene un tipo a masturbarse a tu lado no puedes hacer nada. Si eres una mujer, lo mejor que puedes hacer es pasearte arriba y abajo con un menor como escudo humano por si algún pervertido decide pelársela mirándote, porque la policía no te ayudará ni se le puede denunciar de ninguna manera.

Humorista y guionista