Patrick decidió arraigar un poco más su vida en la ciudad de Castellón, después de 58 años de intermitencias y compró, por fin, un piso.

Estaba situado en el centro de la capital de la Plana, con unas preciosas vistas: al oeste Penyagolosa y al norte el Desierto desde los ventanales de la calle Mayor. Por la terraza y el ventanal grande del comedor, al este podía contemplar el teatro Principal y el gran mural del circo. Por el sur y desde la ventana de su dormitorio, tenía al alcance las chimeneas de la Refinería, el puerto y la playa. No se podía pedir más.

Todo Castellón desde 85 metros cuadrados. Patrick me decía que formaba parte de la decoración del piso ese gran mural, El Circo o Los titiriteros, y que le recordaba la tradición de la pintura francesa de Leger a Picasso. Se sentía orgulloso y siempre me decía que tenía un gran (casi 600 metros) cuadro.

Una mañana de junio Patrick vuelve a Castellón (después de estar enclaustrado en París unos 18 meses) y me dice que le han quitado parte de su patrimonio si no material, espiritual.

Delante de él, se encuentra ahora una pared aséptica, pintada de blanco. Estaba triste y yo comprendía su frustración.

Creo que el artículo 14 de la ley de Propiedad Intelectual de nuestro país manifiesta lo siguiente: «Corresponden al autor los siguientes derechos irrenunciables e inalienables...» y en su apartado 4º «exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación».

Yo no sé el proceso que ha seguido el Ayuntamiento de Castellón para borrar el mural ubicado en la Plaza de la Paz, pero en mi caso para restaurar una pequeña fachada de una casa familiar del centro de nuestra ciudad en el pasado año 2012 tuve que llevar a cabo un cierto protocolo con varias entrevistas entre técnicos del Ayuntamiento y la parte interesada hasta que finalmente el negociado de Obras autorizó el proyecto del arquitecto. Lo cierto es que fue un proceso tal vez excesivamente riguroso para poder devolver una fachada a su estética original de principios del siglo XX.

Resumiendo, Patrick se queda sin su gran cuadro El Circo y Ripollés ve su gran mural borrado, como cuando aprietas las teclas delete del ordenador.

Aún recuerdo a Ripollés, a Sesé y a algún ayudante más, allá por los años ochenta del siglo pasado, subidos a sus poleas y entre los andamios retando al vértigo en lo alto de la fachada.

Por lo menos lo califican de arte «efímero» y no arte degenerado. ¡Qué fácil es destruir!