Existía un Monasterio de Cartujos, famoso por sus estrictas reglas, en el que los monjes solo podían decir dos palabras al año. Muchos jóvenes querían ser aceptados, pero solo unos pocos lograban superar el voto de silencio y convertirse en cartujos. Esas dos palabras anuales solo se podían pronunciar durante la comida del día de San Bruno, fundador de la orden.

Una vez, entró un joven al convento y al pasar el año dijo sus dos palabras: «Comida mala», espetó. «Ya veo», le contestó el padre prior. Pasó otro año y el joven cartujo dijo sus dos palabras correspondientes: «Cama dura». El padre asintió otra con un «ya veo». El tercer año, el joven pronunció: «Hace frío». El padre prior volvió a repetir el mismo «ya veo» de costumbre. El cuarto año, no pudiendo resistir más la situación, el joven dijo: «Me voy». A esto, el padre prior, único que podía decir más de dos palabras, respondió: «Sí, mejor que te vayas, porque desde que has llegado no haces más que protestar».

Cuentos aparte, demasiadas veces nos comportamos como el cartujo de la historia, quejándonos continuamente en vez de aprovechar el momento para crear una experiencia positiva. La queja, cuando no da paso a una solución, termina robando energía emocional, tanto de quien la dice como de quien la escucha. El clima, el tráfico, la pareja, los vecinos, las colas, los ruidos, los hijos, los compañeros de trabajo, el ascensor que tarda demasiado y un largo etcétera suelen ser los temas recurrentes del quejica.

Es cierto que se puede expresar una disconformidad con el estado de algunas cosas, pero debemos estar pendientes de que ese comportamiento no se convierta en la norma, cerciorándonos de no quedar atrapados en una espiral de quejas que nos conduzca a un victimismo crónico.

No olvidemos que, con la mitad de la energía necesaria para expresar una queja, se empieza a construir una solución.

Psicólogo clínico (www.carloshidalgo.es)