Terminó una semana marcada por el deporte. Por los juegos de Tokio, los más raros de la historia, esperemos que los más raros de nuestras vidas. Por la salida de Messi del Barça, algo que hasta los no aficionados percibimos como algo parecido a una catástrofe planetaria. Semana de emociones a flor de piel, de acordarse del pasado, de los amigos, de la familia. Porque así somos cuando algo nos sacude: también la memoria se zarandea. Los familiares de los atletas, celebrándolo en casa porque la pandemia no les ha dejado viajar. Los aficionados del Barça corriendo a las puertas del estadio mientras pensaban en cómo digerir la noticia. Y el resto de la humanidad, mirando.

Me gustó ver la cara de estupefacción que se le puso al padre del extremeño Alberto Ginés, de 18 años, primer oro en escalada de la historia de este deporte, cuando su hijo logró la medalla. Todos los amigos congregados para verlo saltaban de emoción, y él seguía sentado en su asiento, con la mascarilla puesta, mirando a la pantalla. En el otro lado del mundo, el joven campeón decía en rueda de prensa que no había querido quitarse la medalla y que hasta había dormido con ella. Me encantó también el tremendo susto que la medalla de plata del karateca Damián Quintero le dio a su perrito, un caniche banco que dormía plácidamente ante la tele cuando toda la familia comenzó a saltar, eufórica. Es duro, a veces, ser la mascota de un campeón olímpico.

«Somos oro», repetía la también karateca Sandra Sánchez, abrazada a su marido y entrenador, Jesús, tras lograr lo máximo en kata femenino. Habló ante las cámaras del camino recorrido --largo: tiene 39 años--, de las dificultades superadas, de la enfermedad de su madre, por la que renunció a entrenar en el CAR.

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