Ayer me encontré con un antiguo conocido y quedé desconcertado: sobre su cara destacaba una nariz alargada, que, en otro tiempo, yo la recordaba como solo aguileña. Se dedicaba, me dijo, al ejercicio de un cargo cuyo nombre no recuerdo. Nos despedimos y seguí mi camino, sin dejar de pensar en aquel conocido Pinocho de nuestra infancia y de su padre putativo (no malpiensen: propio o legítimo sin serlo), el viejo Gepetto.

Seguí recordando aquel cuento. El amor de Gepetto por el hijo convertido en marioneta viviente, los engaños de Pinocho, sus aventuras y el dolor de su apenado padre. Y, sin apercibirme, empecé a establecer un paralelismo con mi antiguo conocido. Yo recordaba bien los primeros pasos –y los segundos-- y casaba perfectamente con los de Pinocho y su atribulado padre. Y, al parecer, el crecimiento de su nariz corroboraba la conclusión.

Pinocho prometió ir a la escuela, su padre empeñó su gabán y el dinero lo invirtió en libros para el nuevo Pinocho-escolar. Cambió la escuela por el circo y llevó una vida nada ejemplar. Su padre, envuelto en un mar de lágrimas, intentó recuperarlo. No pudo. Pero, al final de la vida, salen ambos del vientre de una ballena y consiguen, según una versión, salvarse.

Este antiguo conocido llevó desde joven una vida aventurera. Sus mentiras coadyuvaron a afilarle la nariz. Sé de muchos a los que engañó. Pero, salvo por la nariz, no era delatable. Otros compañeros se hicieron la cirugía estética y aún andan por las calles vendiendo humo y sin hacer caso de las maledicencias de quienes les conocen. ¿Quiénes son? Averígüelo Vargas, decía la reina Católica. Pero, haberlos, haylos. Y quedan Gepettos llorando sus travesuras.

Profesor