Hace una semana, mi padre me preguntaba que porqué escribía siempre de cuestiones «tristes», que a ver si algún día me animaba y contaba algo más «divertido». Fue su manera cariñosa de llamarme intensa, mientras se le escapaba una risita al otro lado del teléfono. Y la verdad es que razón no le falta. Siempre que escribo tengo la sensación de que, mientras golpeo arrítmicamente el teclado a más de 30 grados a la sombra en la redacción (las ventanas abiertas por el covid son las inmisericordes puertas de entrada del poniente agostí) va apoderándose de mí --además de esa humedad mediterránea que es como Rexona, que nunca, nunca te abandona-- algo etéreo, incalificable, que me arrastra inmediatamente desde un estado buenista original a un terreno pantanoso donde se mezcla la filosofía de manual urgente con el pesimismo, la desesperanza y un eterno cabreo.

Estoy convencida que si realizara un detallado recuento de las palabras que los lectores hallarán mayormente en mis negro sobre blanco encontrarían, de un primer plumazo y sin casi pensar, dos términos casi abonados a su publicación: violencia y tristeza. Luego, el abanico de sinónimos se puede ampliar, porque una tiene bagaje en estas cosas. El vocabulario bajonero es infinito y tiene, como dijo Raimon sobre el País Vasco, todos los colores, pero no del verde, sino del negro más azabache.

Desconozco el origen de contar historias tristes (sin tigres ni tres) pero apostaría por dos factores como generadores de este mafaldismo irredente: uno, la mochila personal que una arrastra desde que, siendo bien pequeña, le dio por observar demasiado, preguntar demasiado y pensar demasiado. Casi siempre juzgando con demasiada dureza el mundo de los adultos, casi siempre rellenando con imaginación propia lo que la mente infantil no llega a comprender. Y el mundo de los adultos era, en mi opinión, triste. Siempre preocupados, con enfados, rutinas..., frente a lo divertido que es vivir jugando siempre. Qué mal se lo montan los mayores, digo yo que pensaba en aquella época.

Y el segundo factor, quizás derivado del primero, es el propio oficio de periodista en sí mismo, la vocación que sin duda alguna Mafalda hubiera elegido en caso de trascender su infancia repleta de interrogantes. Si ustedes como lectores se indigestan diariamente con imágenes y noticias que es imposible que no interfieran en su sistema emocional y nervioso, imagínense a los periodistas de cualquier formato que reciben, como el primer frente de batalla, el impacto de la noticia nada más suceder y deben contarla. Asesinatos, desahucios, corrupciones, violaciones...

Se nos suele acusar a los periodistas de visibilizar la parte más infame de la humanidad, la que más nos aterra. Y yo pregunto: ¿y qué pasaría si no lo hiciéramos? ¿El mundo estaría libre de los males humanos? ¡Feliz semana!

Periodista