El otro día, a partir de leer el libro En la casa de los sueños (Anagrama, 2021), escrito por Carmen María Machado, pensé mucho en cómo entendemos actualmente las orientaciones sexuales, las relaciones y qué cargas ponemos sobre ellas.

Machado, en su relato autobiográfico, nos explica los maltratos y violencias que sufrió por parte de su pareja en el contexto de una relación LGTBIQ+. Vaya por delante que no pretendo juzgar ni mucho menos afirmar que las violencias en las relaciones LGTBIQ+ son iguales o similares que en las heterosexuales, pero la autora, en un momento dado, nos dice: «Suena fatal, pero, en realidad, es liberador: la idea de que ser homosexual no equivale a ser bueno, ni puro, ni a estar en posesión de la verdad». Pensé que ser heterosexual tampoco equivale, ni de lejos, a los atributos positivos que la sociedad, encorsetada en la normatividad, le atribuye. También pensé que yo, en los últimos tiempos, he ido repitiendo frases como estas muy a menudo: «qué palo ser hetero», «ojalá no fuera hetero», «¿qué nos pasa a los heteros?», «¿por qué tengo esta maldita orientación sexual?», «¿por qué no puedo formar parte de un grupo de gente que escapa de los dictados hegemónicos?»… ¿Pero realmente escapan? ¿Realmente la heterosexualidad es tan y tan mala y el resto es la panacea o es que ya no sabemos qué hacer con las relaciones sexuales?

Con esta faceta obsesiva que me caracteriza, comencé a buscar respuestas y recordar que hace semanas, gracias a otro libro que ya cité de Katherine Angel (El buen sexo mañana, Alpha Decay, 2021), había descubierto un concepto: el heteropesimismo. Y me reconocí al instante, como si hubiera hallado el concepto que explica la desidia que inunda las conversaciones que tenemos con las amigas solteras. Este concepto, sin embargo, lejos de tranquilizarme, me alarmó porque nos conduce, de nuevo, a posturas depresivas y que alimentan un imaginario más cercano al aislamiento que al acompañamiento colectivo. Qué sorpresa: una vez más, el sistema nos quiere solas.

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