El primero de los chavales cerraba los pies, se protegía la cabeza con los brazos en ángulo y manos en el cogote, y doblaba el espinazo, no de forma servil sino lúdica. El segundo rapaz saltaba por encima del primero al grito de cap a l’olla, y tras saltarlo se situaba a un par de metros de él, y se preparaba con rapidez para que lo saltara el primero, y los demás. El grupo de jugadores solía ser numeroso. La calle era de ellos y no de los coches. Y era el popular juego de saltacavalls, aquí en el País Valenciano. Con otros nombres y pequeñas variantes se le conoce en otras regiones peninsulares y europeas. Para quienes ahora, vecinos, peinamos canas o calvas, aquello era una delicia que soportaban sin esfuerzo nuestros huesos infantiles, ágiles y de goma elástica.

En la Plaça del Mar del Grau de Castelló, la memoria de cualquiera de ustedes evocará el saltacavalls al pasar junto a la escultura de Enrique Gimeno Salvador. Las tardes de verano del artista castellonense es arte porque se hizo con una finalidad estética, porque recrea un aspecto de la realidad de nuestros primeros años, porque es sentimiento que acompaña a la obra plástica. La escultura de Enrique Gimeno, como la de Miguel Collado Bertolín --a unas decenas de metros de la anterior y titulada Despidiendo al marinero– son de corte academicista, o si se quiere realistas dentro de la tradición neoclásica. Lindas. Las jóvenes parejas que pasean y saborean la brisa salobre con su prole, se detienen, observan y algunas se fotografían junto a estas obras de arte. Detrás de las esculturas y su ubicación estuvo la mano de Miguel Ángel Mulet, munícipe encargado de las cosas esas de la cultura durante varios mandatos del PP local, y munícipe apacible y modoso, de los que calladamente trabajaban para todos y para el futuro. Buscó hasta empresas que corrieran con los gastos de las obras de arte y su colocación, así que a la Autoridad Portuaria le salieron regaladas.

Tampoco costaron mucho los murales sobre las destartaladas paredes medianeras del centro de la capital del Riu Sec. Fue en los 80 y presidía el consistorio Antonio Tirado. El antiguo munícipe principal que pasó luego de la política local a las locales finanzas, indica que los pintores de las medianeras actuaron de forma desinteresada. Se trataba de paliar la fealdad urbanística y poco armoniosa, donde se levantaron alturas de 14 ó 15 pisos con licencia porque eran considerados «edificios singulares». Y en efecto, eran singularmente feos al lado de casas de 3 ó 4 alturas en lo que fue el centro histórico. Poca armonía arquitectónica o ninguna. Armonía pictórica y de calidad la hubo y la hay en algunos de esos murales: el juego clásico de espacios en el cuadro es digno de poner de relieve en la pintura de Planchadell que anda por donde el carrer Major.

Pero esos murales -- repito vecinos-- mitigan el feísmo urbanístico, aunque este no desaparece. Esto no es Vitoria-Gasteiz, «una ciudad planificada desde el principio, donde no han dejado mover una hoja sin orden», como hicieron en Asturias o en los pueblos blancos andaluces. Lo hemos visto, y nos lo explicaron los estudiosos y urbanistas Manuel Docampo y Carlos Fernández. Hispanos del norte conocedores de que la edificación ha de ser funcional, rentable, ecológica y agradable a la vista. No parece que ninguna de esas características sean propias de las medianeras del Castelló del Riu Sec, pese a los mitigadores murales en las alturas. Unas alturas no precisamente celestiales. El feísmo o lo feo, lo mismo que la belleza o lo bello, es con todo, en el arte, algo subjetivo. Y como también existe una educación del gusto, nos quedamos junto al mar, junto a la escultura que nos evoca el juego infantil de saltacavalls.