En la tarde del 27 de abril de 1977 Rafael Alberti era recibido en el aeropuerto de Barajas por una multitud anhelante de libertad. El autor de La arboleda perdida daba por concluido el exilio de treinta y ocho años, primero en Argentina y después en Roma, en un acto de patriotismo que quedó patentizado en sus primeras palabras al pisar suelo español: «Yo salí todavía con el puño cerrado y llego con la mano extendida, buscando la fraternidad y la unión de todos los españoles». Poco antes de que Alberti cogiera las maletas para salir precipitadamente hacia el otro lado del Atlántico, Manuel Azaña había dicho tajante: «Os permito, tolero, admito, que no os importe la República, pero no que no os importe España. El sentido de la patria no es un mito». Ochenta años después de Azaña, el sentido de la palabra patria está devaluado, manoseado, estigmatizado, tergiversado y prostituido por el general de los políticos en ejercicio y sus respectivas siglas. Patria y patriotismo resultan definiciones que inquietan al referirse al Reino de España, no siendo así al apuntalar ensoñaciones separatistas o realidades autonómicas. Curioso, tristemente curioso.

La derecha sufre ciertos complejos que causan perplejidad en naciones homologadas a la nuestra, en estatus de Estado de derecho y marchamo democrático. Una parte de la izquierda carga con el mismo problema y el resto hace bandera demagógica del bello término, señalando como fachas a los pocos que lo emplean de forma legítima, hecha la salvedad del otrora político, piquito de oro, Pablo Iglesias. En sus intervenciones Iglesias solía llenarse la boca de patria, como lo hiciera su admirado Fidel Castro que acuñó la revolucionaria frase «Patria o muerte». Misma senda semántica por la que transita Maduro, aventajado alumno del castrismo, el tele predicador que preside Venezuela. Senda a la que acaba de unirse el recién elegido presidente de Perú, el populista Pedro Castillo, un nuevo iluminado antiespañol que días pasados insultó a España en presencia de Felipe VI, faltando a la verdad histórica. Los citados personajes, y otros más, tales como el mejicano Obrador, pueden acogerse a la manida frase de Samuel Johnson: «El patriotismo es el último refugio de los canallas». Definición que es menester saber interpretar. Una parte de la progresía de izquierdas la utiliza con intencionalidad maniquea, bien a sabiendas o bien por analfabetismo funcional. El segundo autor británico más citado tras Shakespeare en tan rotunda definición desea señalar a los oportunistas que abanderan el patriotismo para servirse de él. Johnson escribió un manifiesto titulado: The Patriot (1774) en el que afirmaba: «Un patriota es aquel cuya conducta pública está guiada por un solo motivo: el amor a su país».

Julián Besteiro, el histórico líder que sucedió al fundador del PSOE, Don Pablo Iglesias, utilizaba la palabra patria con la misma normalidad que Indalecio Prieto, otro prócer socialista, del que José Antonio Primo de Rivera destacó su patriotismo. Ahora resulta todo más gris, más disperso, más desapegado, siempre en favor de los mismos: los patriotas del secesionismo y la extorsión económica desde instituciones territoriales. La mayoría de los patriotas que integran los 47 millones de habitantes del Reino de España permanecen precavidamente callados, por si las moscas y temiendo que los señalen. Mientras tanto, el Gobierno, dividido y con intereses dispares, también calla cuando en Perú, Méjico, Marruecos o Venezuela, nos vejan y dejan en ridículo ante la comunidad internacional. ¿Dónde está el patriotismo?

Periodista y escritor