Llorar es uno de esos verbos que ejemplifican con precisión estados de ánimo poco compatibles con el bienestar interior. Llorar como el infinitivo conjugable al ver las imágenes que nos llegan desde un Kabul resucitado para el integrismo islámico protagonizado por unos talibanes que han reconquistado un país hueco, del que nos habían hecho creer que era solvente para desenvolverse bajo unos estándares democráticos, en un tiempo inusitadamente corto.

Han vuelto a llover sobre un Kabul ya talibán lágrimas sorpresivas occidentales porque pocos, ni siquiera los servicios de inteligencia estadounidenses, preveían una brusquedad temporal tal en la caída de un régimen que ha resultado ser de un material democrático todavía más endeble que la cabaña más frágil del cuento de Los tres cerditos.

Ahora, Afganistán, ese estado oscuro, hosco y hondo en la historia, está a merced de un grupo de fundamentalistas del Islam que relegan a la mujer a un rol que ni siquiera cabría significar como secundario. Pese a las promesas talibanes de dignificación femenina, las reservas sobre su cumplimiento prevalecen sobre la esperanza de regeneración ideológica porque si las personas no cambian con el tiempo, las etnias tampoco. La mujer como víctima del apartheid de género al que los talibanes las han sometido históricamente al relegarlas a objetos animados solo aptos para esas labores domésticas y de crianza que tanto han costado sacudirse a las mujeres, también a las españolas, que hasta hace menos de medio siglo ni siquiera podían abrirse una cuenta corriente sin permiso del marido.

EEUU ha vuelto a fracasar en su papel de justiciero universal, como garante de unos derechos humanos que como país no acaban tampoco de delimitar con precisión, habida cuenta de su largo historial intervencionista. Los norteamericanos se han convertido en especialistas en invadir sin dejar ese poso democrático paralelo que podría dar por buena su irrupción belicista en países como Vietnam o Irak. Para nuestro dolor, Biden afirmaba que EEUU no podía seguir en una guerra que los afganos no estaban dispuestos a librar porque abandonar el país suponía –como bien sabía la inteligencia norteamericana- que los talibanes iban a volar la fragilidad de la democracia casi de inmediato. Tras veinte años de ocupación infructuosa más allá de su venganza por los atentados del 11-S, Afganistán parece importarles a los dirigentes estadounidenses tanto como la luna una vez exploradas sus escasas prestaciones como donante pasivo de materias primas. ¿Y ahora qué? ¿Y ahora quién, o quiénes? Cuestiones que se plantean en una comunidad internacional descolocada y con la responsabilidad humanitaria para salvaguardar los derechos humanos en general y los femeninos en particular.

Occidente, incluidos los Estados Unidos, debe velar para que el medievo no retorne a Afganistán. Los talibanes parecen entender que no pueden gobernar desde una doble autarquía económica e ideológica. Negociar como verbo contrapuesto a llorar, porque el presente dramático que evidencian las imágenes aeroportuarias del terror de demasiados a la represión talibán con los colaboracionistas requiere de acción geopolítica y no de inhibición acomodaticia.

El NO a la guerra que sostuve activamente en aquel 2003 cuando entré en política sigue vigente en mi garganta con la misma potencia que el no a encogerse de hombros de ese Occidente al que aludía, España incluida, que fracasada la estrategia de la guerra debe afrontar la instauración de una paz digna evitando que Afganistán se convierta en otro estado fallido para la libertad, otro más.

*Secretario general del PSPV-PSOE de la provincia de Castelló y diputado autonómico