Todas las familias felices se parecen, pero cada una es feliz a su manera». Pocos comienzos en la literatura más brillantes que el de Ana Karenina. Parafraseando a Tolstói podríamos decir que también los alcaldes y alcaldesas de los pueblos delgados de padrón nos parecemos entre sí, pero cada una desarrollamos singularidades gestoras para acomodarlas a la idiosincrasia del pueblo.

Mi rol coyuntural de alcaldesa de Fanzara pasa por ocuparme de que el municipio no le pierda el paso al tiempo, dotarlo de lo necesario para que no se vacíe como demasiada España interior, sobremanera de esos niños que engrosan una escuela envejecida en lo arquitectónico que requiere con inminencia un cambio de sede. Por ahora, no menguamos.

No nos basta con poseer el reclamo de un museo a la intemperie que reviste de cromatismo y perspectiva casi un centenar de fachadas; se necesita refundar lo cotidiano cada día, atender a lo necesario y a lo urgente, tener una cintura ágil de vecina comprometida con los míos y no desfallecer ante los muros administrativos.

Porque a la postre, los ediles de pueblos con el músculo demográfico de Fanzara se perciben primero vecinos y después políticos. Yo misma encarno ese estereotipo, pero debo admitir que me siento cobijada en la casa socialista, que gozo de acceso a sus diversos organigramas para elevar la voz peticionaria. Y no solo se me escucha, sino que se me atiende.

Crucial para ese abrigo de quienes encabezamos la representatividad del vecindario, la textura de la actual Diputación, en la que un hombre, Pepe Martí, homónimo en su cargo de alcalde de un pueblo parecido al mío, mantiene permanentemente abierto el paraguas de la supramunicipalidad para protegernos por igual del calor que de la lluvia.

Agosto se consume, los bosques resisten. Resistamos con ellos.

Alcaldesa de Fanzara