Juran, por Satanás, que el recién construido Instituto de Bachillerato venía a ser como un segundo hogar para bellacos y barbolillas. Ellas, por supuesto, entre 14 y 18 años, eran como recatadas y más maduras que sus correligionarios masculinos: Laura, Rosario, Violeta, Lolita, Beatriz, Ana, las demás y nuestra Sarah Bernhardt de Almassora. La Bernhardt formaba parte del grupo de teatro. Tenía buena memoria y humor. Finalizado el curso, el grupo de teatro realizó, con pocas pesetas, una acampada en la Sierra de Javalambre. Hubo algún problema para regresar a casa: el autobús de Almassora no llegó y, tarde en la noche, acudió un autobús de Teruel con un joven y apuesto conductor maño. Llegaron a la Plana a altas horas de la madrugada. Pero durante el trayecto, y a pesar de aquello de no molestar al conductor, nuestra Sarah Bernhardt actuó como La Dama de las Camelias: estuvo tirándole los tejos al apuesto conductor y en valenciano. El maño sonreía sin quitar la vista de la carretera. Un testigo de los primeros asientos, confirma que le hablaba al conductor de usted y le decía que «els joves de l’Aragó i els de la Plana hem d’estar junts, a la força, perquè España unida jamás será vencida». La Transición, siempre presente en el humor juvenil. Por donde Segorbe tuvieron que parar unos instantes, y el conductor entonces se dirigió a la actriz de Boqueres con un piropo en valenciano: «Xiqueta, tu eres d’alló que no hi ha». Y Sarah Bernhard le respondió: «Vosté és autèntic, parla valencià… i és de Calahorra?». Memorable escena parateatral.

Ni ellos ni ellas confundían, respetuosos, la diversión con la liturgia, o el culo con las témporas. Un par de botones de muestra ponen de relieve su energía vital y sagacidad. El primero de ellos se relaciona con Aristóteles, el gran pensador de Estagira en la Grecia Antigua. Y es que llegó al centro un jovencísimo catedrático de filosofía, originario de la comarca de Els Ports, quien, tras unos cuantos años en Almassora, siguió con su carrera académica por donde la Universidad. Tenía entonces 26 ó 27 años y, además de joven y eficiente en el aula, se relacionaba con la clase de tropa como si fuese el hermano mayor. Utilizaba en clase, como lengua vehicular, el valenciano normativo, que era a su vez la lengua materna del 90% de la clase de tropa. Lo de las lenguas vehiculares no estaba regulado legalmente, pero no hubo nunca problema alguno. Hubo Platón, y luego Aristòtil. Tras la exposición en el aula de la Lógica, la Metafísica y la Poética de Aristòtil, ya tuvieron para siempre bautizado con el apodo de Aristòtil al hermano mayor. Apodar al profesorado era la norma. Y Aristòtil, aficionado al balompié, acudía de vez en cuando con ellos a los partidos de los albinegros en Castalia. Juntos se constituyeron en peña quinielística que acabó con un premio de varios miles de pesetas, mientras oían hablar del papel de Aristóteles en la Escolástica. Que un día la peña dejara encerrado a Aristòtil en el armario de la clase, carece de importancia. Le iban a pagar su parte de la quiniela en pesetas rubias, unas de Franco y otras de Juan Carlos I. Un capazo de monedas que fueron a buscar a una entidad bancaria. Y se las iban a pagar contándolas una a una. Cuando iban por la 104, Aristòtil cedió ante el recuento por falta de tiempo, y la divertida chusma aumentó su parte en el premio. El afecto a Aristòtil está vivo ahí, tras casi medio siglo.

Y un segundo botón de muestra venía dado por los safaris. Los safaris no consistían en expediciones de caza mayor por la estepa africana. Los safaris eran expediciones a la busca del papel, la colilla pecaminosa y la suciedad en el patio del centro, tras los recreos. Era un correctivo, que se imponía y asumían quienes habían ensuciado o cometido cualquier trastada o acto indisciplinado en el Instituto, modélico en su limpieza por otro lado. Los bellacos y las borbolillas asumían la sanción entre resignados y lúdicos. Lo excepcional y digno de recuerdo llegó de la mano de la festividad escolar de Santo Tomás de Aquino, uno de esos años. En la fiesta escolar suele parodiar el alumnado a sus profesores en toda la cristiandad. Pero los bellacos y barbolillas de Almassora fueron extremadamente sagaces y divertidos. A media mañana aparecieron disfrazados de señoras de la limpieza por los alrededores del ayuntamiento. Escobas, plumeros, trapos para el polvo, el cubo y el mocho. En la Plaça Pere Cornell iniciaron una procesión cívica limpiando aceras, rejas, jambas y alféizares de ventanas.

Enfilaron la Avenida de José Ortiz y llegaron al Instituto de Boqueres, para saludar a sus patrones, que naturalmente se encontraban en la dirección del centro y en la jefatura de estudios. La parodia no tenía precio, humor puro en el ámbito académico.

En torno a los ahora cincuentones, como el Instituto, se podrían narrar otras historias de las que no aparecen en los periódicos. Aunque en la intrahistoria del Instituto de Boqueres, sería injusto dejar de lado a los padres y madres de la tropa. La inmensa mayoría de ellos fueron un inestimable soporte para el profesorado. El centro había adquirido en pocos años un determinado prestigio en la comarca: buen nivel y buena convivencia, mucho diálogo para ir superando los problemas diarios que comporta la enseñanza. Felipe, comerciante y reconocido deportista de la localidad, sacó a su hijo del colegio privado y religioso de una población cercana, para que cursara el COU en el centro de Boqueres. El vástago de Felipe era seriecito y estudioso. Llegó a Boqueres con un expediente de notable hacia arriba. En la primera evaluación en Boqueres suspendió la asignatura de Lengua, y el padre, preocupado, se presentó en busca de la explicación. El profesor de la asignatura le habló de problemas de comprensión y expresión escrita, de programa individualizado para superar el problema. No tenía de qué preocuparse, pues el muchacho valía. El padre no acababa de comprender y se marchó con un cierto escepticismo. Cuando, finalizado el curso, el muchacho se presentó con el sobresaliente en Lengua, el padre sonrió dando las gracias por la atención individualizada que se le prestó al hijo. Hoy, el hijo cincuentón, que cursó una carrera universitaria, tiene un excelente nivel cultural y, como suele decir el vecindario, está bien situado.

Y alma y soporte de Boqueres, aquellos años, lo fueron sin duda los alcaldes de la segunda mitad de los 70 y la primera de los 80: el prudente Manolo Claramonte Serra y el populista, avant la lettre Vicente Vilar Morellà. Mucho trabajaron con profesores como Álvaro Falomir, Mayer y Boix, que se fueron para siempre demasiado pronto. Y resultaría casi un pecado no recordar a Pedro García Rabasa, el entonces secretario de la corporación municipal. Pedro y los de Boqueres organizaban aquellos conciertos de música clásica en el saloncito del ayuntamiento que tan bien han sido aprovechados por los ahora cincuentones. Hay historia e intrahistoria en los posos del recuerdo. Aquí nos hemos quedado con algunas notas anacreónticas de aquellos adolescentes.