Si hubiera que dar nombre a este verano, lo llamaríamos el de la impotencia. Impotencia frente a los incendios, frente a las lluvias torrenciales y a los vientos huracanados, frente a los terremotos (Haití), frente a la infancia desesperada (Ceuta), frente a los talibanes (Kabul), frente a la deforestación, frente al precio de la bombona de butano, frente a la humedad tenaz de las paredes del cuarto de baño, frente a las fantasías sexuales recurrentes, frente a los azúcares refinados y las grasas saturadas, frente al sobrepeso, frente a los botellones transmisores del virus y frente a los brotes de violencia callejera, pero también frente a las cuestiones jodidas y secretas que cada uno sabe de sí mismo.

Lo único que no nos ha decepcionado han sido las vacunas. Funcionan. La ciencia ha inventado en poco más de un año un elixir que, inyectado en el brazo, ha reducido escandalosamente el número de ancianos fallecidos. Me lo decía un amigo: «El Premio Nobel de Literatura o de la Paz se lo dan con frecuencia a quien no se lo merece. Pero con el de Química o Matemáticas no se equivocan».

Llevaba razón. De hecho, creo que Einstein no lo recibió por la Teoría de la Relatividad, indemostrable en su momento, sino por sus tesis sobre el efecto fotoeléctrico. Significa que los premios Nobel de la rama de ciencias son del todo incontestables. Lo de no dárselo a Borges, en cambio, da mucho que pensar, igual que otorgarle el de la Paz a Kissinger, etcétera.

Hay multitud de asuntos opinables y entre ellos se encuentran la política y la economía, de ahí que la demostración de impotencia más escandalosa del verano que acaba de doblar la esquina haya sido la del gobierno frente a las compañías eléctricas. Se reconoce como atraco el recibo de la luz, pero se nos comunica a la vez que no hay valor para parar los pies a estas empresas. Vaya.

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