Durante diez años dirigí un curso internacional de Educación para la paz en distintos países y, si bien mi misión era impartir la docencia sobre el tema, la verdad es que aprendí mucho del alumnado. Enseñar, a veces –siempre-- es aprender.

Ligada a la paz estaba la violencia, y de la violencia, desgraciadamente, todavía seguimos hablando. Hace unos días este periódico relataba un acto protagonizado en los aledaños de nuestra ciudad por unos niños de entre 14 y 15 años con lanzamiento de piedras. La proximidad de los hechos nos afecta más todavía. La violencia no es nada nuevo (recordemos el crimen cainita que nos relata el Génesis), sino que, al parecer, se incrementa en los tiempos actuales. Cada vez con casos de muy jóvenes. Desde la filosofía y la religión, y desde tiempos remotos, se ha prestado especial atención intentando sobreponer la paz a la violencia. Ya en el siglo V antes de Cristo, el ahimsa abogaba por la no violencia y el respeto a la vida. Y no solo matar, sino no causar daño físico. Se buscaba la paz integral, la armonía en el mundo, la igualdad y el respeto. El cristianismo, igualmente, predicó la paz frente a la violencia.

La búsqueda de esta paz --demasiadas veces infructuosa-- ha sido constante entre los educadores. Pero se ha querido cargar a la escuela el sambenito de la violencia y la educación sin pensar en la función esencial de la familia. En esta se educa en valores, en el respeto, la honestidad... La responsabilidad y la colaboración entre ambas instituciones es fundamental. Los padres deben participar en la vida escolar, que también tiene la función de humanizar al hombre. La educación nace en casa. Así se logra el ahimsa. «La paz es el camino» diría Gandhi.

Profesor