Alos 62 años de mi edad, me enorgullece confesar que soy la alcaldesa de un pueblo próspero que ha cobrado el vigor de lo que crece sostenido gracias al esfuerzo, en particular de sus vecinos, pero también un poco de quienes gestionamos su administración municipal en forma de equipo de gobierno socialista. Pongamos que hablo de Viver.

Que mi pueblo y el nuestro no es un lugar de paso lo certifican los casi setenta humanos de más que se han censado en él desde que la pandemia se atravesó en nuestras vidas.

Crecemos no solo en padrón, sino en servicios, en habitabilidad, en confort de vida, crecemos como modelo a imitar por ese hacer sin pregonarlo en exceso, por ese atender a pie de cordialidad, sabiéndonos temporales, sin aspirar a tener calles a nuestro nombre, pero sí a que todas y cada una tengan el mejor de los aspectos.

Son tiempos de acechar las numerosas subvenciones que merodean las publicaciones oficiales, tiempos de apostarse tras los despachos para solicitar pasaportes económicos para hacer de Viver un pueblo más envidiable para vivir, tiempos de no dormirse porque los plazos corren. Y ahí estamos, hasta en agosto, cuando sumamos al trabajo habitual del equipo de gobierno socialista la intensidad de una población repleta de visitantes y con gran actividad cultural.

Gozamos de un motor cooperativo made in Viver, de una nómina consistorial que agrupa a una veintena de vecinos, de numerosas empresas locales que ocupan a los nuestros, y sobremanera gozamos de paz municipal, sin enconos, sin convulsiones de otras épocas, con el paraguas socialista provincial siempre abierto.

Y una, que solo aspiraba a ser concejala de Bienestar Social, se halla inmersa en un proyecto de pueblo que quizá no sea capaz de concretar en el transcurso de una sola legislatura.

El futuro siempre acecha.

Alcaldesa de Viver