Decididamente, esta es una época enrevesada. Por eso el periodismo se confunde a menudo con el espectáculo y la credibilidad se disfraza de «me gusta». Esto que voy a compartir igual ha sido un espejismo porque ya sé que el verano y las vacaciones tienen algo de irreal; pero la experiencia de abstraerse durante unas semanas del ruido de la brega política y la bronca multidisciplinar --España, incluida Cataluña, es desde hace años un gigantesco ring de boxeo--, permiten pensar que otro mundo y sobre todo otra vida son posibles. Y analizar qué parte de responsabilidad tenemos cada uno en este dislate: como propagadores o como consumidores de la droga tóxica que conforman la crispación, el malhumor y también el sectarismo. Parece que mole estar encabronados. Motivos los hay, sin duda, pero convertirlo en deporte nacional es lo que huele a epidemia.

Por eso me ha llamado la atención que mi desconexión del heavy metal (seudo) informativo no haya sido fruto de un plan establecido, sino pura inercia. Un ejercicio de supervivencia. Nunca llegué a plantearme: «Voy a dejar de comprar periódicos (sí, yo los sigo comprando, me encanta el papel...), no voy a escuchar ningún boletín de noticias y voy a pasar de la tele y los digitales». Simplemente no sentí ninguna necesidad de hacerlo. Y tampoco hizo falta marcharse de ermitaño a la cima de una montaña o hacerse a la mar en un barco velero.

No se trata de desconectar del mundo. Pero esa sensación de alivio obliga a preguntarse por qué el resto del tiempo damos vueltas a la rueda del barullo como hámsters, pensando que avanzamos cuando, lógicamente, no vamos a ninguna parte. Supongo que cualquier experto en salud mental sacaría conclusiones; porque ignoro si existen píldoras, vacunas o tratamientos contra la dependencia de la tensión, el frenesí, la prisa y la mala hostia que nos chutamos --o nos chutan-- a diario en vena. Pero yo he descubierto en este verano tan raro, con la resaca de una pandemia y mucho futuro por escribir, que si chapoteamos en aguas pestilentes después no podemos quejarnos de que la ropa huela mal.

Periodista