El optimismo se puede definir como una forma de pensamiento positivo, que incluye la creencia de que uno es responsable de su propia felicidad y que siempre nos van a pasar más cosas buenas que malas.

Es evidente que una tendencia al positivismo es buena, pero con matices. Es lo que en psicología se llama la paradoja de Stockdale. Esta paradoja toma el nombre del Almirante estadounidense James Stockdale, el prisionero de mayor rango durante la guerra de Vietnam, quien estuvo encarcelado en condiciones pésimas durante 8 años siendo torturado en 20 ocasiones. Pese a todo, sobrevivió.

Mientras estuvo en cautiverio se percató de que los prisioneros que menos probabilidades tenían de sobrevivir eran los que tenían un optimismo exacerbado. Estos solían repetirse, en un exceso de optimismo, que para Navidades estarían en casa. No obstante, en cuanto pasaba esa fecha se iban deprimiendo, bajaban los brazos e incluso fallecían. Sin embargo, aquellos prisioneros que, aunque mantenían la esperanza, eran realistas con la situación y aceptaban el horror que estaban viviendo, fueron los que sobrevivieron.

Esto pasa porque un optimismo ingenuo da lugar a una falsa esperanza, lo que unido a los repetidos desengaños, termina llevando a la persona a una desilusión total y a un agotamiento físico y emocional. Ahora que se vuelve a las aulas con más del 70% de la población vacunada, tanto los medios de comunicación como los responsables políticos pueden optar por insuflar un elevado optimismo con respecto a la salida de la pandemia. Pero establecer fechas sobre el regreso a la normalidad es peligroso porque, dada la situación actual, tal vez no regresemos nunca o tardemos mucho tiempo en alcanzarla (llevamos 5 olas). En definitiva, los extremos suelen ser peligrosos, dañinos y perniciosos. La única verdad es que el pesimista se queja del viento, el optimista espera que cambie y el realista ajusta las velas.

Psicólogo clínico

(www.carloshidalgo.es)