Estamos asistiendo a la visión de actos que entrañan, en su más amplio sentido, amagos o realidades de odio. Lo estamos viendo en esas reuniones y luchas callejeras en nuestro tiempo. Lo que debiera ser un prójimo es un potencial enemigo. Lo que debiera ser un respeto a las normas de convivencia es un campo de batalla anárquico. Hablar de amor es, entonces, para muchos, un signo de mojigatería barata. Un signo de realidad alternativa, una ucronía. Y ocurre hasta en el mismo seno familiar, sin ánimo de generalizar. El fruto de la educación familiar se desmadra en muchos ámbitos, fuera de ella. Familia y escuela son dos lugares en donde se gesta esa educación.

El amor es difícil de definir, pero existe. Ya desde los tiempos de Empédocles y otros pensadores el amor y el odio constituían una díada contrapuesta. El odio paraliza la vida, el amor la libera, decía Martin Luther King. El odio siempre mata, el amor nunca muere había dicho antes Gandhi. Pero del amor se habla poco. Y se practica menos. Algunos parecen sufrir el síndrome de Mortadelo (¿existe?), dicho de manera jocosa: pasar desapercibido.

Sería deseable que en los más jóvenes, sobre todo, se inculcara el valor del amor. El amor es impulso, sentimiento y otras cosas, pero es un principio de relación entre los seres humanos, una aspiración de lo menos perfecto a lo más perfecto. Para el cristianismo la propia justicia queda disuelta en el amor. Un filósofo español, cuyo nombre lamento no recordar, decía que el amor es la clave de bóveda que sostiene la arquitectura del mundo. Y quizá tuviera razón.

La familia y la escuela han de ser los pilares fundamentales de este proyecto. Y la sentencia de amaos los unos a los otros, su fruto.

Profesor