En 1942, cuando la democracia en Europa se hallaba en peligro de perecer, y la angustia se extendía por todo el continente ante el avance de los ejércitos hitlerianos, Michael Curtiz rodó de manera improvisada y con un guion sin acabar la película Casablanca que, para muchos entre los que me incluyo, constituye la cumbre de la historia de la cinematografía. La más universal. Sus diálogos constituyen una pieza literaria de nivel excelso. Sus personajes son un reflejo colosal del alma humana, sus grandes pasiones, sus ideales irrenunciables.

El ambiente de la Francia de Vichy, en el protectorado francés del norte de África donde discurre el film, sitúa bien aquel momento histórico cuando la supervivencia era la máxima aspiración para la mayoría. El capitán Louis Renault, el prefecto de policía interpretado por Claude Rains, es el paradigma de ese modo de sobrevivir en un entramado de fugitivos, perseguidos y emigrados venidos de cualquier parte de la Europa sometida, de la que el régimen del mariscal Philippe Pétain y sus secuaces Laval o Darlan representaban la humillante cara de la colaboración y el sometimiento al totalitarismo; un régimen ilegítimo, lo llamará después De Gaulle.

Una Europa derrotada de antemano, tras los acuerdos de Munich de septiembre de 1938, en el que el presidente del Gobierno francés, Édouard Daladier, y el premier británico, Neville Chamberlain, claudicaron ante Hitler y traicionaron al pueblo checo con la cesión de los Sudetes al expansionismo del Reich.

Casablanca es, sobre todo, la relación de Richard Blaine e Ilsa Lund, protagonizados nada menos que por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, cuya historia de amor que se había interrumpido abruptamente en París, con la llegada de las tropas alemanas dos años antes, se retoma en la ciudad africana, en el Café que Rick había abierto para rehacer su vida, lejos de su amado París y de su Nueva York natal. Ese Rick de Casablanca es el Richard Blaine que se enamoró de Ilsa Lund a la orilla del Sena, y que no ha olvidado su intensa felicidad arrebatada cuando la ocupación nazi. «Los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul», le recuerda Rick al verla por primera vez en su Café. Rick y Richard Blaine son dos momentos diferentes, dos etapas distintas de la existencia del mismo personaje. El parisino Richard Blaine, idealista, alegre y soñador, se convierte en el Rick de Casablanca, circunspecto, cínico y amargado por haber perdido a Ilsa. Entre uno y otro está ella. Rick es lo que queda de Richard Blaine sin Ilsa.

La grandeza de Casablanca, su significado especial para mí, se halla en su elogio de las razones que sostienen el idealismo en los momentos más difíciles y ante las circunstancias más adversas. La melancolía de Rick es el resultado del desengaño de Richard Blaine, su amargura, su desgarro. ¿Quién no ha llegado a sentirse como Rick en algún momento de la vida? En las causas más nobles, siempre hay momentos de fatiga en los que la sensación de «haber cumplido con el deber» parece imponerse, y la tentación de pasar página, del abandono de la lucha en pos de los ideales o los sueños redentores y el deseo de exclamar: «¡Ahora les toca a los demás!».

Esa es la actitud de Rick antes de la llegada de Ilsa y Victor Laszlo, interpretado por Paul Henreid, a Casablanca.

Entonces, en el propio Café de Rick, sucede el momento de la verdad, la culminación de la película, cuando Rick asume ser quien en realidad es: Richard Blaine y sus «nobles y altos ideales», como le recuerda el líder checo de la lucha contra el fascismo y por la libertad. Rick vuelve a ser Blaine cuando, con un gesto de asentimiento, da su conformidad para que la orquesta de su Café interprete la Marsellesa, a petición de Laszlo ante la mirada enfurecida de los jerarcas nazis. Rick es plenamente consciente en ese momento de las consecuencias que tendrá su gesto. Con la euforia de los presentes en el local tras el canto colectivo del himno que simboliza la libertad, Rick abandona su posición acomodada para servir a sus ideales, su compromiso lo devuelva a quién es auténticamente. De nuevo es Richard Blaine.

En la película hay abundantes frases que merecen el calificativo de memorables. Dos de ellas, famosísimas, pueden sintetizar el mensaje que transmite esa obra de arte sin par, dos frases eternas que sintetizan la transformación de Rick en Richard Blaine.

La primera se la dice Rick a Ilsa, tras su decisión de quedarse en Casablanca y que sea Laszlo quién la acompañe en su viaje a América. «Siempre nos quedará París». El valor inextinguible de lo vivido y la generosa cesión de la felicidad personal ante la causa universal de la libertad. Cuando el recuerdo adquiere una dimensión inmortal. Este carácter inmaterial del recuerdo de un pasado feliz reaparece años más tarde en otra gran película, Esplendor en la hierba, dirigida por Elia Kazan. En su escena final, Natalie Wood recita una parte de la Oda a la inmortalidad de William Wordsworth, cuando se reencuentra con el personaje encarnado por Warren Beatty, y dice: «Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo».

La segunda corresponde a la última escena, un plano memorable con el que concluye la genial película que es Casablanca. Tras escuchar cómo Laszlo, en su despedida, antes de subir junto a Ilsa al avión que les llevará a Lisboa, le dice: «Bienvenido a la lucha», Rick, mejor dicho, Richard Blaine, de nuevo está dispuesto a luchar por sus ideales de ayer, de mañana, de siempre. A modo de corolario de la emotiva historia con personajes que encarnan valores de grandeza universal, Richard Blaine se dirige al capitán Renault así: «Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad».

Mientras tanto, ambos se dirigen hacia lo desconocido y dejan atrás sus posiciones confortables hasta ese instante, movidos por el compromiso recuperado por ambos con la causa de la humanidad, la libertad y su combate contra el totalitarismo y la tiranía.

*Rector honorario de la Universitat Jaume I