No podría suponer el rey Pedro IV de Aragón que las órdenes que había dado para que se fortalecieran las defensas de Castellón, iban a serle tan adversas en la guerra de la Unión (1347-48) que le enfrentó a la coalición de nobles y el brazo popular de las ciudades. Con el nombre de Unión de Aragón y Unión de Valencia, se unieron los beligerantes que protestaban por las carestías fiscales. En efecto, tiempo antes de la ofensiva, nuestra ciudad ve como se incrementa su fortificación con la mejora y ampliación de sus murallas, para cuyo bastimento el monarca había dispuesto, en 1339, que «se haga la contribución que está ordenada». Los conciudadanos ya habían sido autorizados, 20 años antes, a tirar de pico y pala y llevarse tierra del par de fosos sucesivos, excavados ante los muros, lo cual permitía que aquellos fueran más anchos y profundos. Para salvar estas zanjas existían unos puentes de madera que, no consta en legajo alguno, pudieran ser levadizos, como existían en los castros o en las ciudades de más importancia.

Las murallas cumplieron bien su cometido en las hostilidades, al sufrir el asedio de las tropas reales, lo cual debió suponer no poco deterioro, que el rey Pedro IV ordenó, en 1349, que se reparase.

La conservación del cerco de la villa fue un problema a lo largo de toda la edad media y singularmente en el siglo XIV. Hay constantes referencias documentales de exigencias de remiendo del mismo por parte de los poderes públicos del reino. El contorno del baluarte de tapial, lo cual explica su constante deterioro, era de 845 brazas, lo que casi equivale a 950 metros lineales, comprendiendo una superficie total de 180.000 metros cuadrados. La construcción de cada tramo, con sus correspondientes torres, estaba a cargo de los vecinos que habitaban cada una de las parroquias, las cuales coincidían en uno de sus lados con la fortificación.

Cronista oficial de Castelló