Hay palabras para definirlo todo. Hay una palabra --viudo o viuda-- para alguien que pierde a su pareja. Y hay otra --huérfano-- para definir a quien se queda sin padres. Pero no hay ninguna para nombrarnos a las madres y padres que perdemos a nuestros hijos. Somos los sin nombre. Las sin nombre. ¿Bajo qué palabra se coloca tanto dolor?». Quien habla es Dolors López, una madre que hace años tuvo que afrontar, sobrevivir y seguir viviendo tras el suicidio de su hija. Recuerdo la conversación como si fuera ayer y hace ya unos cuantos años. Habíamos quedado en una apacible cafetería universitaria, rodeadas por el precioso claustro que vigila, silencioso siempre, el pensador Lluís Vives. Hablamos del suicidio, de la culpa, de los silencios, de la incomprensión y la vergüenza, de las señales, los miedos y la soledad. 

Era la primera vez que me enfrentaba a abordar el suicidio de una manera tan abierta y todo, absolutamente todo, me parecía mal: no preguntes esto, Isabel, no preguntes lo otro, no vayas a ofender, no hurgues en la herida... Porque si hay un problema que como sociedad nos cuesta digerir es el suicidio. No digo entender (entender porqué alguien se quiere borrar de la vida en el horrible y despiadado modelo que hemos construido es fácil y, como diría Sabina, nos sobran los motivos) pero digerir que alguien de nuestro entorno cercano llegue a hacerlo es insoportable e inasumible. Y todo se convierte en un interrogante: ¿Por qué? ¿Desde cuándo? ¿Cómo no lo vi? Nos sobran los motivos y nos faltan los recursos. Nos sobran los motivos porque estamos completamente rodeados de violencia, violencia que ejercemos los unos contra los otros, la que ejerce el sistema, la violencia verbal y física, la violencia como acoso, la violencia económica o burocrática. Pero quizás a la que menos acostumbrados estamos (si acostumbrar es la palabra) es a la violencia extrema que podemos cometer contra nosotros mismos. Adicciones, conductas temerarias, poner la vida en riesgo extremo, trabajar en exceso, descalificarnos continuamente, tenernos en escasa consideración y valía, sentir que sobramos, que no valemos o que causamos desgracia a quienes nos rodean, forman parte de una violenta forma de hablarnos, de aislarnos y de tratarnos, quizás porque no nos consideramos dignos o quizás porque nos encontramos extremadamente solos. 

Nos sobran los motivos y nos faltan los recursos. Tenemos una atención primaria donde escasean los profesionales para atender a la salud mental y a tantas y tantas personas con depresión, trastornos de cualquier tipo o ansiedades. No existe --incomprensiblemente todavía-- un número de tres cifras al que llamar en plena angustia y donde, al otro lado, un profesional nos recuerde la importancia de quedarse, de no irse, la importancia del valor inmenso de la vida y de que todos pertenecemos, aunque nos sintamos fuera de todo. Escuchar a alguien que no nos prescriba qué drogas tomar para evadirnos o que no nos haga sentir más culpables por no encajar, sino alguien que solamente nos diga: «Estoy aquí, contigo, no te quites de la vida. No estás solo».   

Periodista