Raramente veo esas denominadas tertulias de los medios de comunicación social, salvo algún breve paréntesis cuando paso por delante del televisor enchufado y me detengo, también muy brevemente, a ver de qué va el asunto. Y a este respecto recuerdo que el periodista Luis Carandell dedicaba uno de sus artículos al tema apuntado con especial gracejo y acierto, a mi entender.

Decía, si mal no recuerdo, que el término tertulia podía hacer referencia al insigne predicador y Padre de la Iglesia Tertuliano del siglo II-III. Pero, fuera lo que fuere, las tertulias adquirieron fuerza y popularidad hasta nuestros días y, sobre todo, a partir del siglo XVII. Autores como Lope de Vega y, más tarde, Bécquer, Ortega y Gasset, Unamuno, Menéndez y Pelayo, Valle-Inclán, Galdós, Benavente y un largo etcétera, como se dice ahora (¿es que hay cortos etcétera?), fueron insignes y destacados contertulios de talla intelectual indiscutible. Allí se discutían y debatían temas sesudos del mayor calibre intelectual.

Un buen día los medios audiovisuales recuperaron la idea de usar la radio y la televisión para ofrecer al público debates de variada temática y, sobre todo, buscando la popularidad de ciertos personajes, de sus enredos personales, dirigida a una audiencia receptiva, que, haberla, hayla. Nada que ver, salvo alguna temática como la política, con las de antaño. Hoy las denominadas tertulias deberían cambiar el título –y, mejor, el contenido--. Un griterío constante, una vulgaridad de temas, ataques viscerales, etc. ¡Cómo añoramos aquellos cafés y salones con ilustres personalidades, temas profundos y, en general, serenidad en su exposición! Hoy la audiencia y los protagonistas son otros.

Profesor