Cuando Aznar cogió el timón, después de que Fraga rompiera la renuncia imposible, dando rienda suelta al nuevo candidato con aquello de «ni tutela ni tu tía», el Partido Popular (hasta 1989 AP) inició un apasionante camino de renovación, abriendo las puertas a todo el amplio abanico de centro derecha. Aznar consiguió una auténtica revolución enmendando la plana a Ricardo de la Cierva, autor de La derecha sin remedio. Reconociendo el inteligente proceder de Aznar, es menester recordar que entonces la formación de la gaviota no tenía sobre sus espaldas el duro lastre de la corrupción y la sociedad española comenzaba a reclamar un cambio, tras repetidas victorias socialistas. Aznar supo obrar el milagro de aunar a la derecha, logrando laminar al extremismo. Llegó Mariano Rajoy y todo fue diferente, con el final de la moción de censura por la que se dejó desalojar sin resistencia.

A Pablo Casado le entregaron un partido desarbolado, víctima de imperdonables desatinos internos, fustigado por las terminales mediáticas al sol que más calienta del poder de turno. Pocos daban un euro por el nuevo líder en la travesía del largo desierto. Empero, cuando comienza a sentirse la refrescante esperanza de superar la penuria y llegar al oasis, surgen egos de dinosaurio: Esperanza Aguirre; y estrategias de ventrílocuo: Miguel Ángel Rodríguez. En medio Isabel Díaz Ayuso, a la que algunos hacen mal en canonizar, aunque sea mirlo blanco en Madrid. Convendría que los ayusistas y ella misma fuesen cautos, el PP no está para el funambulismo. Cuidado con los egos desbocados, capaces de cortar el viento de cola que, ahora mismo, empuja a Casado. De momento a Sánchez le han insuflado oxígeno.

Periodista y escritor