El pasado domingo, Max Verstappen y Lewis Hamilton, los dos principales aspirantes al título de la temporada en Fórmula 1, quedaron fuera del Gran Premio de Italia, después de que ambos chocaran en la carrera que se disputó en el circuito de Monza.

Más allá de quién tuvo la culpa de que se produjera el accidente, hubo una escena que llamó mucho la atención, pues el piloto neerlandés al bajar de su monoplaza no se acercó para ver cómo se encontraba su compañero, tras pasarle su coche por encima.

Hay que tener en cuenta que el halo, esa pieza en forma de arco tan fea cómo bendita, salvó la cabeza de Hamilton del impacto de una rueda del otro monoplaza.

Sin duda, el desaire del piloto de Red Bull es un gesto indigno, poco ejemplar y despreciable. Porque sea cual sea el deporte que se practique, hay que tener unos valores en la vida, más allá de la profesión. Uno primero es persona y luego piloto.

Un ejemplo de esto lo encontramos en el atleta vitoriano Iván Fernández Anaya cuando se negó a ganar una carrera yendo el segundo, bastante distanciado del primero. La cuestión es que, en la última recta, observó cómo el líder de la carrera, el keniata Abel Mutai, se equivocaba de línea de meta (al no saber ni castellano ni inglés) parándose una decena de metros antes de la pancarta final.

Fernández Anaya le alcanzó, pero en vez de aprovechar la situación para acelerar y ganar, optó por mantenerse a su espalda y con gestos y empujones le llevó hasta alcanzar los dos la meta, dejándole pasar por delante.

«Él era el justo vencedor. Me sacaba una distancia que yo no podía haber superado si él no se hubiese equivocado», declaraba el buen atleta y aún mejor persona, tal como demostró ese día.

Porque siempre es el momento adecuado para hacer lo correcto. Pensar que no eres más que nadie, ya te hace mejor que muchos.

Psicólogo clínico

(www.carloshidalgo.es)